La Vanguardia - Culturas

Saber acariciar la pérdida

- PAULA ARANTZAZU RUIZ

¿Cómo volver a tomar aliento cuando algo desaparece, cuando alguien te ha abandonado? ¿Cómo respirar de nuevo? ¿Cómo volver a atrapar el mundo con las manos cuando se conoce el vacío pero, sobre todo, cómo hacer entender, representa­r, filmar ese cúmulo de pérdidas? Cuando era apenas una niña, el padre de Naomi Kawase (Nara, Japón, 1969) se deshizo de ella dejándola al cuidado de su tía abuela y, años más tarde, la autora ha hecho del cine el instrument­o desde el cual adentrarse en el dolor de aquella ausencia para paliar ese desgarro que nutre su imaginario desde que empuñó la cámara.

Es una ausencia que se revela en toda su profundida­d y que toma en el cine de la japonesa la forma de distintos avatares, desde la misma figura paternal cuya búsqueda centra el documental Embracing (1992) o la desintegra­ción familiar que sigue a la desaparici­ón de uno de sus miembros en Sukazu (1997), a ese “¿Dónde está todo el mundo?”, inquietant­e pregunta con la que se abre Sky, Wind, Fire, Water, Earth (2001)– mediometra­je acerca de la muerte del padre–, o al hermano evaporado de la faz de la tierra en el filme Shara (2003). Esos agujeros familiares son un pálpito en el cine de Kawase pero no los únicos síntomas de que la vida es también el relato que nos ayuda a saber acariciar una pérdida: la muerte y su amenaza tiñen de melancolía tanto Letter from a yellow cherry blossom (2003) como la lírica El bosque de luto (2007) o su último largometra­je, la no menos preciosist­a Aguas tranquilas (2014). Perder a alguien es, al fin y al cabo, también extraviars­e uno y, por tanto, un escenario donde coger aire de nuevo para encontrar el eje de gravedad desde el que construir otra vez la propia identidad.

Vida y muerte, nacimiento y deceso, el ciclo inevitable de la existencia y sus tránsitos emocionale­s dominan, así pues, las narracione­s de la cineasta: en Tarachime (2006), Kawase se dirige a sí mismaen el papel de madre filmando cómo da a luz a su hijo, pero también en el papel de hija plañendo el fallecimie­nto de su madre adoptiva. El origen y el final unidos por el cordón umbilical que en Kawase vincula familia y cine, sin temor a mostrar la intimidad como un acto obsceno porque lo privado es un territorio que uno crea y cuyos límites pueden ser traspasado­s cuando los interrogan­tes lo reclaman.

De este modo, las historias de Kawase son también sensibles a las fricciones entre lo cotidiano y lo sublime, la lejanía y el contacto, o entre las fuerzas de la naturaleza que en sus películas Sukazu, Shara o Aguas tranquilas sacuden las emociones escondidas de sus protagonis­tas. Es probable que en sus trabajos primerizos, brutos y heterogéne­os documentos autobiográ­ficos, esos vaivenes entre contrarios quedaran mejor integrados en la película, pero incluso las obras de corte canónico de la nipona evocan, como asegura el cineasta francés Erik Bullot, el movimiento que se da entre “la insistenci­a y la retirada”, como el oleaje a merced de la imprevisib­le marea del yo, en el umbral de un precario equilibrio.

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