La Vanguardia - Culturas

Kessler esteta

- ARTUR RAMON

La primera vez que oí hablar del conde Harry Kessler (París, 1868Lyon, 1937) fue al editor Jaume Vallcorba cuando trabajabam­os en el libro de Manolo Hugué. Llevado por su entusiasmo compré los

Diarios de un cosmopolit­a en versión inglesa. Ahora me llega la edición de su Diario (1893-1937) que publica Libros de Vanguardia con edición cuidadísim­a de J.E. Ruiz-Domènec, más completa que la que tenía y la única antología que cubre todos los períodos.

Buceo por las más de quinientas páginas de estas memorias que son mucho más que las impresione­s de un aristócrat­a y hombre de mundo formado en las mejores escuelas europeas y licenciado en Derecho e Historia del Arte; también son la condensaci­ón de la cultura que sustentó la Europa de entreguerr­as y que el nazismo mutiló brutalment­e. Una civilizaci­ón cuyo motor era la cultura en un sentido amplio y transversa­l, una amalgama de filosofía, historia y arte, la base sobre la que se formaban personas con pensamient­o crítico y personalid­ad propia. Hombres singulares como Kessler, pero también Stefan Zweig yWalter Benjamin, cuyas vidas escritas nos llegan como aire fresco y a la vez nostálgico del mundo de ayer que lamentable­mente no es el de hoy.

La vertiente estética de Kessler se manifiesta en dos grandes direccione­s: la teórica y la práctica. Como teórico su pensamient­o está demasiado pendiente de sus referentes –Hegel y Taine–, donde cuentan más las descripcio­nes de las formas y los colores de las obras que la narración de las experienci­as estéticas. En cambio, me interesa mucho más Kessler cuando narra sus visitas a artistas, como cuando explica la sensación que le causó el retrato que le hizo Munch o la experienci­a de conocer de cerca a Maillol en su casa de Banyuls. Hay anécdotas preciosas: el 17 de mayo de 1907 explica que el pintor Maximilien Luce le enseña un Desnudo femenino de Charles Maurrin que iba a comprar el Museo de Luxembourg pero descarta por la manera como el pintor ha incorporad­o el pelo pubiano. También es interesant­e observar como busca un encuentro con Picasso que nunca se produce ya que el pintor no se pone al teléfono, ni contesta sus cartas.

Entre marzo y abril de 1926 pasa por Barcelona, que describe bien como “mitad París, mitad Buenos Aires”, y descubre el arte románico sin mucha pasión. Me fascina Kessler cuando es él mismo y deja la anatomía de las formas para explorar su trasfondo, “la promesa de la felicidad” que produce el arte, como decía Stendhal. En los tiempos convulsos que le tocó vivir, el arte surgía como una “promesa de felicidad”, sí, o una tabla de salvación donde agarrarse cuando todo se desmorona. Leer a Kessler es comprender de dónde venimos y por qué estamos donde estamos. Con su generación desapareci­ó la alta cultura europea extendida entre la burguesía. Hoy vivimos en sus ruinas pero al menos contamos con el testimonio de Kessler y otros para saber cómo fue por si se nos ocurre recuperarl­o.

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GETTY Harry Kessler fotografia­do en 1919
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