Quemado y fogoso
Hace unas semanas visité Altamira. Bueno, la “neocueva”. Está bien desde el punto de vista didáctico pero falta la temperatura, la humedad, la resonancia de gruta que te traslade a hace 15.000 años. Le falta la emoción. Falta relato. Empezando por la frialdad del edificio del museo: le llaman en la web “edificio de autor”, pero parece un tanatorio. La sorpresa la tuve en la tienda de recuerdos: junto a unas tazas con bisonte estaba el Diccionario de Literatura para Esnobs publicado por Impedimenta. ¿Es la literatura un fósil? ¿Está tan extinta como un mamut? Pensando en esas cosas me apunto a la presentación del libro Recetas Paleo (Cossetània/Libros Cúpula) escrito por el catedrático de Prehistoria Eudald Carbonell y su colaboradora, Cinta Bellmunt. Por eso y porque barrunto “esmorzar de forquilla”. Y las recetas del libro prometen: lengua de reno con frambuesa, tiras de jabalí ahumadas con tirabeques, mousse de médula de caballo batida con fresas… Carbonell, con su clásico sombrero de Indiana Jones y una barriguita poco paleolítica, explica que se han hallado fuegos planos en el suelo para mantener calientes los alimentos y hornos de hasta 40.000 años de antigüedad. Reconoce que el libro no deja de ser un divertimento pero también una lección de prehistoria y apunta que estos platos, donde no falta el jabalí al horno o el corazón de buey, “son una dieta perfecta para un oficinista actual… si al salir del trabajo corre cuatro o cinco horas”.
Carbonell, además de codirector del yacimiento de Atapuerca, es un divulgador con muchos libros a sus espaldas. Le pido cita en su santuario del Abric Romaní, una excavación neandertal con estratos de 70.000 años de antigüedad, puesta en marcha por su tozuda perseverancia.
Capellades está a 50 kilómetros de Barcelona, pero es otro mundo. Los salientes de roca que se ven desde la carretera te retrotraen a los tiempos en que por el Barranco del Capelló se cazaban rinocerontes. Carbonell, siempre hiperocupado, cuando llego a las nueve de la mañana ya me está esperando. Saca dos sillas de tijera y nos sentamos frente al paisaje como en un mirador de la prehistoria.
Me habla de su teoría de que las grandes migraciones humanas se debieron no a los cambios del clima sino a la evolución de la tecnología, de cómo echa de menos en la escuela la enseñanza en la curiosidad o su lamento por una crisis que ha hecho que hayamos perdido una generación de jóvenes muy bien preparados: “Los buenos han tenido que irse fuera”. Me cuenta sus dos próximos libros para salir en otoño: un libro para jóvenes ilustrado por Pilarín Bayés y escrito en colaboración con Francesc Miralles. Otro de recapitulación de cuatro décadas en Atapuerca escrito con Rosa Tristán.
Me habla de su fe de científico en la inteligencia operativa frente a la inteligencia emocional: “Un avión no se construye con emoción sino con conocimiento”. Pero le digo que no me creo que bajo esa coraza del racionalismo científico no quede algo de la ensoñación del niño que con cinco años recogía fósiles. Sonríe. Me confiesa que acaba de terminar un libro de poesía.
Me dice algo que me deja tocado: “Estoy quemado. Si volviera a nacer no haría lo que he hecho”. Ha puesto la arqueología catalana y española en la champions, pero por cada piedra que ha picado, ha tenido que picar a cientos de puertas de despachos, fundaciones, empresas y pisaverdes. Mucho desgaste. “Para sacar adelante el proyecto has de montar estructuras y equipos. Y te conviertes en un prisionero de tu propio proyecto. Tienes 300 personas trabajando. Has de buscar dinero para pagar a la gente. Y si no lo buscas tú, no lo busca nadie”. En este país escribir es llorar. Investigar es patalear.