La Vanguardia - Culturas

Quemado y fogoso

- ANTONIO ITURBE

Hace unas semanas visité Altamira. Bueno, la “neocueva”. Está bien desde el punto de vista didáctico pero falta la temperatur­a, la humedad, la resonancia de gruta que te traslade a hace 15.000 años. Le falta la emoción. Falta relato. Empezando por la frialdad del edificio del museo: le llaman en la web “edificio de autor”, pero parece un tanatorio. La sorpresa la tuve en la tienda de recuerdos: junto a unas tazas con bisonte estaba el Diccionari­o de Literatura para Esnobs publicado por Impediment­a. ¿Es la literatura un fósil? ¿Está tan extinta como un mamut? Pensando en esas cosas me apunto a la presentaci­ón del libro Recetas Paleo (Cossetània/Libros Cúpula) escrito por el catedrátic­o de Prehistori­a Eudald Carbonell y su colaborado­ra, Cinta Bellmunt. Por eso y porque barrunto “esmorzar de forquilla”. Y las recetas del libro prometen: lengua de reno con frambuesa, tiras de jabalí ahumadas con tirabeques, mousse de médula de caballo batida con fresas… Carbonell, con su clásico sombrero de Indiana Jones y una barriguita poco paleolític­a, explica que se han hallado fuegos planos en el suelo para mantener calientes los alimentos y hornos de hasta 40.000 años de antigüedad. Reconoce que el libro no deja de ser un divertimen­to pero también una lección de prehistori­a y apunta que estos platos, donde no falta el jabalí al horno o el corazón de buey, “son una dieta perfecta para un oficinista actual… si al salir del trabajo corre cuatro o cinco horas”.

Carbonell, además de codirector del yacimiento de Atapuerca, es un divulgador con muchos libros a sus espaldas. Le pido cita en su santuario del Abric Romaní, una excavación neandertal con estratos de 70.000 años de antigüedad, puesta en marcha por su tozuda perseveran­cia.

Capellades está a 50 kilómetros de Barcelona, pero es otro mundo. Los salientes de roca que se ven desde la carretera te retrotraen a los tiempos en que por el Barranco del Capelló se cazaban rinoceront­es. Carbonell, siempre hiperocupa­do, cuando llego a las nueve de la mañana ya me está esperando. Saca dos sillas de tijera y nos sentamos frente al paisaje como en un mirador de la prehistori­a.

Me habla de su teoría de que las grandes migracione­s humanas se debieron no a los cambios del clima sino a la evolución de la tecnología, de cómo echa de menos en la escuela la enseñanza en la curiosidad o su lamento por una crisis que ha hecho que hayamos perdido una generación de jóvenes muy bien preparados: “Los buenos han tenido que irse fuera”. Me cuenta sus dos próximos libros para salir en otoño: un libro para jóvenes ilustrado por Pilarín Bayés y escrito en colaboraci­ón con Francesc Miralles. Otro de recapitula­ción de cuatro décadas en Atapuerca escrito con Rosa Tristán.

Me habla de su fe de científico en la inteligenc­ia operativa frente a la inteligenc­ia emocional: “Un avión no se construye con emoción sino con conocimien­to”. Pero le digo que no me creo que bajo esa coraza del racionalis­mo científico no quede algo de la ensoñación del niño que con cinco años recogía fósiles. Sonríe. Me confiesa que acaba de terminar un libro de poesía.

Me dice algo que me deja tocado: “Estoy quemado. Si volviera a nacer no haría lo que he hecho”. Ha puesto la arqueologí­a catalana y española en la champions, pero por cada piedra que ha picado, ha tenido que picar a cientos de puertas de despachos, fundacione­s, empresas y pisaverdes. Mucho desgaste. “Para sacar adelante el proyecto has de montar estructura­s y equipos. Y te conviertes en un prisionero de tu propio proyecto. Tienes 300 personas trabajando. Has de buscar dinero para pagar a la gente. Y si no lo buscas tú, no lo busca nadie”. En este país escribir es llorar. Investigar es patalear.

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T. ITURBE El catedrátic­o Eudald Carbonell
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