Misterioso pianista ruso
‘Oleg y las raras artes’ es una película con sorpresas
¿Cómo llegó al personaje de Oleg Karavaichuk, ese músico ruso de 89 años, el único al que se le permite tocar el gran piano imperial del Hermitage?
Fue una decisión impulsiva. Me encontré con un vídeo de Oleg tocando con una funda de almohada en la cabeza y eso, por supuesto, me atrapó. Es alguien que vive en la miseria, en una casa en las afueras de San Petersburgo sin luz ni agua, pero con una vitalidad increíble: cada día para él es un día ganado a la muerte. Bueno, el caso es que empecé a ver otros vídeos suyos, a investigar, y vi que hay poquísima información sobre él, aunque ha sido compositor de bandas sonoras, por ejemplo, de Kira Murátova. Casualmente, empecé a conocer a algunas personas que me llevaron hasta él, a San Petersburgo. Primero se resistió, no quería ver- me, siempre malhumorado y huraño. Pero yo continué en mis trece: sabía que allí había algo y seguimos en contacto gracias a su ayudante. Me fui a Moscú. Y allí se presentaron los dos, por casualidad. Total, por una coincidencia,acabamos teniendo una conversación de dos horas. En principio dijo que no quería hacer la película, pero empecé a darle información y enton- ces vio que por mi parte había un interés realmente artístico por su persona. Por supuesto, en Rusia nadie quería producir una película sobre Oleg. Todo el mundo me decía: “Estás loco, te va a engañar”. Pero de vuelta a España conocí a Tània Balló y al final he acabado haciendo una película rusa con fondos españoles, en la que también están en la producción Marta Andreu, Serrana Torres y Luis Miñarro, que entró al final.
Y entonces empezó la aventura de verdad…
Sí, le invité a venir a España –a él, que nunca había salido de Rusia– y lo llevé a ver El jardín de las delicias, de El Bosco, pintor con el que tiene una conexión especial. No sé, era una primera idea de lo que tenía que ser la película, pues amí siempre me gusta tener una idea como punto de partida. Y funcionó. El viaje supuso para él una trasformación absoluta y fue positivo para lo que yo quería. De esa conexión es
pañola surge por ejemplo esa escena en la que escribe la carta a la reina Sofía, absolutamente loca, pero muy significativa. Esa relación con España lo vincula directamente con Nikolái Gógol, el escritor ruso del siglo XI X. Yo no lo había leído y Oleg me insistió. Entonces me encontré con ese relato, Diario de un
loco, en el que Gógol describe a un anciano que quiere reclamar el reino de España, y termina en un manicomio creyendo que es España. Y descubro que la manera que tiene Oleg de explicar las cosas, ese sentido del humor negro, es como en un cuento de Gógol. Todos somos capaces de transformarnos a cada momento. Y lo malo es que en el cine tendemos a tratar a los personajes siempre de una forma monolítica. Yo quería darle a Oleg un espacio y un tiempo para que se transformara en lo que quisiera,
“Oleg es una persona ambigua, hace de hombre, y luego de mujer, y lo disfruta todo (...) con una vertiente emocional de implicaciones políticas”
pues a sus casi 90 años ya tiene derecho a eso, y le sale espontáneamente.
La película no pretende, pues, ser una biografía, sino algo contado a partir de pequeños bloques y de elipsis…
Sí, pero de hecho eso no es premeditado, viene de la propia experiencia de hacer la película. Cuando él me dejaba grabarlo me daba cuenta de que es alguien que necesita un marco así para desarrollar algo muy cinematográfico, una experiencia performativa. Como un personaje de Samuel Beckett, es alguien que necesita tiempo para ir construyendo algo que–a través de la palabra, el gesto y la música– te va conduciendo a un destello de poesía. Pero antes de ese momento hay otros diez y después de él otros diez, y sé que, si los corto, el conjunto no va a funcionar. El reto para mí reside en dónde cortarlo, pero no para él, que es un flujo de creatividad y de locura que no tiene fin. Es como un minstrel, o un músico del acorte. Pero también es un ser melancólico, depresivo, sobre todo cuando habla del pasado. En la película había que mostrar las dos cosas, y además sin que yo participara mucho. El reto era, a partir de esa ausencia mía, dejar a la vez traslucir muchas cosas sobre mi manera de ver la vida, el arte...
Como hizo con Iván Zulueta en Iván Z.: el retrato de una identidad mutante.
Sí, a partir de una experiencia propia, elaborar el retrato de otro. Con
Color perro que huye y Ensayo final para utopía me agoté, y ya no quería hablar más de mí. Debía
enamorarme de alguien y hacer una película sobre él, porque al final todo esto del cine es un acto de amor. Yluego está la idea del género, que me fascinaba: Oleg es una persona ambigua, que hace de hombre, y luego de mujer, ylod isfruta todo, e incluso acaba construyendo una vertiente emocional que tiene también implicaciones políticas. Unpersonaje así en la Rusia de Putin es muy interesante, porque está hablando de algo que dice Georges Didi-Huberman: esas emociones personales que de repente se convierten en actos colectivos y revolucionarios. Los géneros y las emociones son transversales. Y mis películas intento que sean así: imprecisas, en el sentido de que no estoy intentando marcar demasiado un discurso, pero, como ocurre con Oleg, todo lo raro sale a la superficie, en un contexto en el que ese tipo de disidencia está cada vez más excluido.
Entonces ¿es una película más de Andrés Duque o de Oleg Karavaichuk?
Hay escenas muy significativas: cuando improvisa al piano, o cuando explica la era estalinista tan a su manera. Pero amí hay una que me apasiona: cuando nos lleva por un sendero y luego nos introduce en la casa de sus vecinos. Eso es importante: a veces él también pone en escena, tanto como yo. Todo era absoluta y minuciosamente discutido con él y siempre preguntaba cómo se iban a filmar las escenas, etc. En el fondo era conseguir una película de alguien esencialmente infilmable. Y si he conseguido eso durante 70 minutos ya me siento afortunado.