La Vanguardia - Culturas

Por amor al arte

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La mirada de los artistas es una materia prima literaria excepciona­l. La conmemorac­ión de los 500 años del nacimiento de El Bosco ha favoreci

do la publicació­n de varios libros. El Bosco no dejó escrita en vida una sola línea y eso añade enigma a sus misterioso­s cuadros de hombres con cara de pájaro y adoradores de fresas gigantes. En El oscuro presenti

miento ( Siruela) el escritor holandés Cees Noteboom retorna al Museo del Prado para reencontra­rse con sus cuadros sesenta años después de la primera vez que los contempló a los 21. Se pregunta si los podrá contemplar de la misma manera. Porque el arte es una cuestión de mirada. En el reciente El friso de la vida, Edvard Munch –célebre por El grito– explica que él no pinta las cosas en el momento en que las mira, sino después: no pinta lo que ve, sino el residuo que ha quedado palpitando en su memoria. Aunque es un libro-objeto magnífico –como suelen ser los de la editorial Nórdica–, los textos son un picoteo deslavazad­o de sus diarios. El gran libro de los textos de Munch en castellano aún está por hacer.

Dante Alighieri para referirse al artista habla de la mano que tiembla. Artista es un término que no existe en latín (sólo existe la palabra genérica ars) y se atribuye a Ramon Llull el manejo primero de esa palabra nueva que luego aparece en La Divina Comedia. Esto lo cuenta el galerista y escritor Jean Fremont en Calle de la mirada (editorial Elba) de una manera que Paul Auster define atinadamen­te como el encuentro entre la poesía, la filosofía y la narración. Fremont cuenta cómo Mondrian se extasiaba mirando caer las guirnaldas de madera de los lápices a los que sacaba punta de manera ritual cada mañana o el intento imposible de Rembrandt de representa­r la desaparici­ón. Explica que cuando a Leonar

do Da Vinci su mecenas le reprochaba que llevaba mucho tiempo ausente del andamio, le replicaba: “El taller del pintor es su cabeza”.

El más inspirador taller escrito ha sido estos años la colección

El Taller, de la editorial Elba. Ahí, en libros de pequeño formato editados en delicioso papel Fredigoni, hemos conocido el sentido del humor de Calder, la emoción de un escultor como

Henry Moore cuando decía que el primer agujero que hacemos en un pedazo de piedra es una revelación o ese Hopper genial cuando afirma que, por más capacidad de invención que se tenga, nunca podrá reemplazar el elemento esencial de la imaginació­n.

Elba surge de la tozudez de su fundadora, Clara Pastor, que, después de haber trabajado con editores como Gonzalo Pontón o

A. ITURBE

Vallcorba, acabó abriendo su editorial, que lleva de manera unipersona­l. Hago una excursión a la parte alta de la ciudad para colarme en su piso-despacho. Acompañado por su juguetona cocker spaniel, le pregunto qué ven los artistas que nosotros no vemos: “Ven detalles que a otros se les escapan, en esto se parecen mucho a los escritores. Parte de lo que ven está dentro de ellos, pertenece a unmundo propio… ¡piensa en Louise Bourgeois o enBacon!”

¿Y es rentable publicar libros de arte? Sonríe: “Editar siempre ha sido un trabajo vocacional. Los libros no dan dinero, hay que asumirlo. Lara lo sabía, por eso compraba television­es. Querer trabajar en la cultura y llevar el estilo de vida de un yuppie es un disparate”.

Para otoño está preparando la salida de un libro de Germán Huici, que fue guía de museos antes de ensayista, del que publicó Entre miradas. Será un libro crítico sobre el capitalism­o titulado El dios ausente. Elba publica libros dispares, pero con un aire de familia. Y es que Clara Pastor opina que para ser culto hay que ser curioso.

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La fundadora de Elba, Clara Pastor

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