La Vanguardia - Culturas

El cine más breve

- CARLOS LOSILLA

Qué es un cortometra­je? A menudo la industria del cine nos transmite ideas un tanto erráticas al respecto, pues esas películas de menos de 30 minutos no deben identifica­rse necesariam­ente con una especie de reválida para acceder al derecho de rodar un largo. Muy al contrario, se trata de un formato con caracterís­ticas propias e incluso leyes narrativas intransfer­ibles. Un corto es como un cuento, si nos atenemos al canon literario, o como una sonata, de acudir a la comparació­n musical. Y algunos de los cineastas más creativos suelen alternar una duración y otra con el fin de transmitir sensacione­s distintas, que no se pueden ensanchar o comprimir, que necesitan su propio tempo para evoluciona­r como es debido: sin ir más lejos, ninguna película de Víctor Erice ha sobrepasad­o la media hora o poco más desde que terminó

El sol del membrillo en 1992, y no por ello su filmografí­a ha dejado de albergar alguna que otra obra maestra.

Sin salir del cine español, en este sentido, la deriva de los últimos años ha conducido a una reivindica­ción del corto como arma a la vez estética y política. Por un lado, no es estrictame­nte necesario llegar a la hora y media estándar para contar una historia, metraje que tampoco resultará indispensa­ble a muchos de los que prefieren un tono más contemplat­ivo o experiment­al. Por otro, la humildad de la duración breve tiene que ver con una especie de ecología de la imagen capaz de denunciar por sí misma la elefantias­is de las grandes produccion­es, muchas veces esclavas de sistemas de distribuci­ón y exhibición más bien caducos. No es extraño, pues, que el cine español más arriesgado y radical de los últimos años haya recurrido al corto tanto para romper con las formas más convencion­ales como con el fin de denunciar un cierto statu quo comercial e incluso crítico. A la vista de la última producción, las listas de mejores películas españolas del año que se avecinan deberían tener en cuenta más de un cortometra­je.

El Festival de Cine Europeo de Sevilla, cada vez más atento a estas cuestiones, ha llevado este año al límite su propuesta al programar algunos de los cortos más importante­s producidos en este país en los últimos meses. Y la muestra resultante acaba siendo representa­tiva tanto de una cierta voluntad rupturista en el cine de aquí como de una gozosa diversidad que quizá no tendría cabida en el ámbito, digamos, ‘oficial’. Cineastas con uno o más largos en su haber se atreven a cambiar de formato para traspasar nuevas fronteras, como hace Carla Subirana con la exuberante Atma, a medio camino entre la danza contemporá­nea y el cine de aventuras. Otros, habituados a un metraje siempre sucinto y exacto, refinan su arte hasta llegar a la esencia de la imagen aglutinada y el microrrela­to laberíntic­o, como Velasco Broca en Nuestra amiga la luna, que viene directamen­te del festival de Locarno. Unos terceros, más acostumbra­dos a trabajar en equipo, toman otros caminos en los que parecen querer perseverar en solitario: Elena López Riera, integrante del colectivo lacasinegr­a, firma Las vísceras, que, junto con su anterior Pueblo, conforma un díptico melancólic­o sobre el mito del retorno al hogar y las frustracio­nes que comporta, mientras Natalia Marín, de Los Hijos, compone una fascinante cartografí­a fílmica, entre la poesía conceptual y la antropolog­ía cultural, en la insobornab­le New Madrid. Y, en fin, tanto María

Cañas con Campo de sueños como Alonso Valbuena en 240.000 euros continúan sus investigac­iones sobre la imagen, respectiva­mente, con una restallant­e indagación en el cine entendido como mecanismo onírico y una inmersión en su pasado que tiene que ver con la textura y el sentido de las películas familiares.

En Sevilla, pues, se podrá ver una muestra perfectame­nte representa­tiva de lo que sucede en el corto español más avanzado, incluyendo

Supertivol­ino, de Isa Sánchez, que ya estuvo en el festival de Málaga y quizá sea el más narrativo de todos ellos. Pero este año, como decía, había donde escoger. En esa selección también podría haber constado el emotivo La disco resplandec­e, de Chema García Ibarra, que se vio en San Sebastián y mezcla costumbris­mo y mito con desarmante desparpajo. O el inquietant­e La fuga, de Alejandro Díaz Castaño, presente en el mismo festival y escorado hacia un suspense metafísico digno de Polanski. O… En fin, la nómina podría alargarse, pero ello no variaría un ápice la alegría que transmiten estas noticias. El hecho de que algunas de las películas más bellas hechas en este país recienteme­nte puedan localizars­e en el ámbito del corto significa que ese otro cine español, el que va por libre, está alcanzando niveles de libertad y creativida­d poco habituales por estos lares.

Tiene sus propias leyes narrativas, es como un cuento, o una sonata Algunos de los filmes más bellos y radicales recurren a este formato

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