El cine más breve
Qué es un cortometraje? A menudo la industria del cine nos transmite ideas un tanto erráticas al respecto, pues esas películas de menos de 30 minutos no deben identificarse necesariamente con una especie de reválida para acceder al derecho de rodar un largo. Muy al contrario, se trata de un formato con características propias e incluso leyes narrativas intransferibles. Un corto es como un cuento, si nos atenemos al canon literario, o como una sonata, de acudir a la comparación musical. Y algunos de los cineastas más creativos suelen alternar una duración y otra con el fin de transmitir sensaciones distintas, que no se pueden ensanchar o comprimir, que necesitan su propio tempo para evolucionar como es debido: sin ir más lejos, ninguna película de Víctor Erice ha sobrepasado la media hora o poco más desde que terminó
El sol del membrillo en 1992, y no por ello su filmografía ha dejado de albergar alguna que otra obra maestra.
Sin salir del cine español, en este sentido, la deriva de los últimos años ha conducido a una reivindicación del corto como arma a la vez estética y política. Por un lado, no es estrictamente necesario llegar a la hora y media estándar para contar una historia, metraje que tampoco resultará indispensable a muchos de los que prefieren un tono más contemplativo o experimental. Por otro, la humildad de la duración breve tiene que ver con una especie de ecología de la imagen capaz de denunciar por sí misma la elefantiasis de las grandes producciones, muchas veces esclavas de sistemas de distribución y exhibición más bien caducos. No es extraño, pues, que el cine español más arriesgado y radical de los últimos años haya recurrido al corto tanto para romper con las formas más convencionales como con el fin de denunciar un cierto statu quo comercial e incluso crítico. A la vista de la última producción, las listas de mejores películas españolas del año que se avecinan deberían tener en cuenta más de un cortometraje.
El Festival de Cine Europeo de Sevilla, cada vez más atento a estas cuestiones, ha llevado este año al límite su propuesta al programar algunos de los cortos más importantes producidos en este país en los últimos meses. Y la muestra resultante acaba siendo representativa tanto de una cierta voluntad rupturista en el cine de aquí como de una gozosa diversidad que quizá no tendría cabida en el ámbito, digamos, ‘oficial’. Cineastas con uno o más largos en su haber se atreven a cambiar de formato para traspasar nuevas fronteras, como hace Carla Subirana con la exuberante Atma, a medio camino entre la danza contemporánea y el cine de aventuras. Otros, habituados a un metraje siempre sucinto y exacto, refinan su arte hasta llegar a la esencia de la imagen aglutinada y el microrrelato laberíntico, como Velasco Broca en Nuestra amiga la luna, que viene directamente del festival de Locarno. Unos terceros, más acostumbrados a trabajar en equipo, toman otros caminos en los que parecen querer perseverar en solitario: Elena López Riera, integrante del colectivo lacasinegra, firma Las vísceras, que, junto con su anterior Pueblo, conforma un díptico melancólico sobre el mito del retorno al hogar y las frustraciones que comporta, mientras Natalia Marín, de Los Hijos, compone una fascinante cartografía fílmica, entre la poesía conceptual y la antropología cultural, en la insobornable New Madrid. Y, en fin, tanto María
Cañas con Campo de sueños como Alonso Valbuena en 240.000 euros continúan sus investigaciones sobre la imagen, respectivamente, con una restallante indagación en el cine entendido como mecanismo onírico y una inmersión en su pasado que tiene que ver con la textura y el sentido de las películas familiares.
En Sevilla, pues, se podrá ver una muestra perfectamente representativa de lo que sucede en el corto español más avanzado, incluyendo
Supertivolino, de Isa Sánchez, que ya estuvo en el festival de Málaga y quizá sea el más narrativo de todos ellos. Pero este año, como decía, había donde escoger. En esa selección también podría haber constado el emotivo La disco resplandece, de Chema García Ibarra, que se vio en San Sebastián y mezcla costumbrismo y mito con desarmante desparpajo. O el inquietante La fuga, de Alejandro Díaz Castaño, presente en el mismo festival y escorado hacia un suspense metafísico digno de Polanski. O… En fin, la nómina podría alargarse, pero ello no variaría un ápice la alegría que transmiten estas noticias. El hecho de que algunas de las películas más bellas hechas en este país recientemente puedan localizarse en el ámbito del corto significa que ese otro cine español, el que va por libre, está alcanzando niveles de libertad y creatividad poco habituales por estos lares.
Tiene sus propias leyes narrativas, es como un cuento, o una sonata Algunos de los filmes más bellos y radicales recurren a este formato