Cicatrices de la belleza
Muchas de las hojas y las flores en los cuadros de Antoni Borrell (Barcelona, 1959) están secas o empiezan a retorcerse porque, como el propio artista explica, “empiezan a morir”. Funcionan como una suerte de cicatriz de la belleza que perdieron. Hay mucho de herida curada en la treintena de pinturas en las que Borrell ha estado trabajando los últimos dos años y medio, después de salir de una crisis personal que le llevó a encerrarse en su casa “perdida en un bosque de la Vall d’Aran” para darse cuenta que quería pintar “lo que llevaba dentro”. Por eso dejó de lado los paisajes urbanos llenos de bullicio que tan buena respuesta habían recibido en exposiciones anteriores y se dedicó a buscar escenas interiores que hablasen de paz. “La vida es como una cerilla en la que cada vez hay más parte quemada y negra; y yo quiero vivirla intensamente”, sentencia. Ese fósforo a medio consumir del que habla, como las hojas secas de sus naturalezas y sus bodegones, le sirven para recordarse a sí mismo su propia vitalidad y los imperativos que conlleva.
Hijo del popular ilustrador de libros juveniles e historietas Antonio Borrell, y nieto también de artista, creció fascinado por los olores y los prodigios del taller paterno de Barcelona. La influencia familiar más clásica o figurativa se sumó a la de un profesor que fue referente para él en la Escola Massana, Mercader, a quien ayudaba a corregir los exámenes de dibujo de sus compañeros de curso; así como a la de otros que lo atrajeron hacia propuestas más innovadoras. Tuvo problemas para decantarse por un estilo concreto, por lo que defiende que “la abstracción y la figuración pueden ir unidas”. Después de quince años trabajando en obras abstractas y tras sus paisajes urbanos, cree que el mejor ejemplo de la convivencia son sus últimos cuadros, elaborados “sólo con siete colores y siete pinceles”. Sobre un fondo que trabaja como si se tratara de espacios indefinidos hasta conseguir la atmósfera pretendida, aparecen las figuras realizadas con la minuciosidad que admira de los grandes pintores de la historia del arte: Velázquez, Thorn, Singer Sargent y Sorolla. Apasionado por el dibujo, defiende la importancia de la técnica y del esfuerzo, también en la ilustración y la escultura, expresiones que frecuenta: “El arte es subjetivo, un observador puede tener suficiente con pensar si le gusta o no lo que ve, pero el artista sabe si lo que ha hecho está bien o no”.
Por esos ambientes sosegados que construye, se han señalado ciertos elementos románticos y simbolistas en su trabajo “sin blancos ni negros: el blanco siempre ha de ser roto, de la misma manera que la luz siempre ha de surgir de la sombra para lograr una atmósfera. Si pintas la luz directamente lo que consigues es un cromo ”. Está de acuerdo con las apreciaciones que lo relaciona n con la pintura de otro tiempo .“Una hoja verde en su plenitud, con un verde maravilloso, me parece algo bucólico-pastoril. Prefiero encontrar la belleza en la decadencia. Si nos encanta Roma ahora es por su decadencia”: otro aviso que llama la atención sobre la piel viva en la que reposa la cicatriz.