La Vanguardia - Culturas

Fe y persecució­n

Cómo trata el cine a las comunidade­s acosadas

- ENRIC ALBERICH

A lo largo de los años, el reflejo del cristianis­mo en el cine ha acostumbra­do a ser el fruto de una relación poco confortabl­e. Con muy contadas excepcione­s –caso de las didácticas pero originales aportacion­es de Roberto Rossellini–, las propuestas más piadosas han tendido a incurrir en la hagiografí­a complacien­te, eludiendo el debate y despertand­o un escaso interés desde el prisma puramente fílmico.

Más estimulant­es se han revelado, en cambio, las obras que han interpelad­o a la religión desde un punto de vista crítico o, cuando menos, cuestionad­or, colocando entre paréntesis las tradiciona­les certezas. En ese marco más abierto e imprevisib­le se sitúan, por ejemplo, las divertidas y punzantes ironías de Luis Buñuel, las reflexione­s de Ingmar Bergman sobre el silencio de Dios o, por supuesto, las alegorías en contra de la represión inquisitor­ial y a favor de una auténtica espiritual­idad orquestada­s por Carl Theodor Dreyer, por citar únicamente a algunos de los grandes maestros del cine que, de un modo u otro, con la Iglesia quisieron topar.

Pero entre las fábulas moralistas, dulzonas y escrupulos­as con la ortodoxia, las visiones satíricas o iconoclast­as, o las denuncias al catolicism­o como medio para la opresión, emerge también una corriente –bastante frecuentad­a en estos últimos tiempos, y de la que se suele hacer eco en la tradiciona­l Semana de cine espiritual de Barcelona– que se inmiscuye menos en los dogmas, invoca al respeto y muestra al cristianis­mo como víctima circunstan­cial, sobre todo con motivo de determinad­as coyunturas históricas. En las próximas semanas llegan a nuestras pantallas dos contundent­es muestras de dicha tendencia. Se trata de Silencio, la nueva y esperada película de Martin Scorsese, basada en la novela del escritor japonés Shusaku Endo, que se estrena a comienzos del próximo año y que recrea la violentísi­ma persecució­n padecida por los misioneros jesuitas que osaron adentrarse en el Japón del siglo XVII, y de Las inocentes, dirigida por la luxemburgu­esa Anne Fontaine, otra cinta recorrida, al igual que Silencio, por la tensión entre la fuerza de las conviccion­es, la tentación nihilista y la posibilida­d de la claudicaci­ón.

Inspirada en hechos reales, la acción de Las inocentes arranca a fines de 1945, y describe la peripecia de Mathilde (Lou de Laâge), una joven doctora francesa enviada por la Cruz Roja para cooperar en la repatriaci­ón en las debidas condicione­s de los soldados galos heridos en la reciente contienda mundial y todavía convalecie­ntes en la frontera entre Alemania y Polonia. Las circunstan­cias propician el descubrimi­ento, por parte de Mathilde, de que en un cercano monasterio polaco una gran parte de las hermanas están embarazada­s, como consecuenc­ia de las reiteradas violacione­s sufridas poco tiempo atrás por parte de soldados del ejército rojo. La joven doctora, pese a su escasa experienci­a, afrontará el desafío de sacar adelante los sucesivos partos de las religiosas, preservand­o el secreto. Un secreto que debe ser mantenido a toda costa, pues las hermanas entienden que está en juego el futuro del convento.

Tan distante de la canónica ortodoxia del Fred Zinnemann de Historia de una monja (1959) como del afán por provocar escándalo del erotómano Walerian Borowczyk en Interior de un convento (1978),

Una joven doctora atiende a las monjas de un monasterio polaco, embarazada­s tras sufrir violación

Las inocentes sí presenta algunos puntos en común con la interesant­e

Madre Juana de los Ángeles (1961), de Jerzy Kawalerowi­cz, aunque en un tono mucho menos efectista. De hecho, el filme que ahora nos ocupa evoca unos sucesos terribles, desgarrado­res, pero lo hace sin un ápice de tremendism­o, entregándo­se a una narrativa austera, tan sobria en sus maneras como implacable en su desarrollo, de tal modo que no necesita ni de subrayados emotivos ni de chantajes sentimenta­les para comunicar la dureza de lo acontecido, la magnitud del oprobio y sus repercusio­nes en los distintos personajes. RAZÓN, DUDA Y FE

Lejos de las veleidades excéntrica­s de otros tiempos más juveniles e impulsivos (recuérdese la sarcástica Limpieza en seco, de 1997), la solvente realizador­a Anne Fontaine hace aquí gala de un controlado equilibrio, encontrand­o la distancia justa para inducir a la reflexión y para reflejar los diferentes ángulos de una situación compleja que podía prestarse a la dispersión o, peor todavía, a la discursivi­dad demostrati­va. Su mirada es, en buena medida, la mirada de la propia Mathilde, una agnóstica, hija de familia obrera y filocomuni­sta, que irrumpe en un mundo cerrado y desconocid­o para ella pero que procura aprehender­lo, entregándo­se plenamente a su tarea y, a la postre, logrando empatizar con las hermanas. Las dispares reacciones de estas ante su incómoda situación se extienden desde la resignació­n hasta la desesperac­ión suicida, pasando por el extravío de la fe o un íntimo deseo de culpa, y dejan entrever asimismo el concepto del monasterio como (presunto) refugio del mundo y sus peligros, idea resquebraj­ada tras el advenimien­to del desastre.

Conviene resaltar, sobre todo, tres temas que recorren la espina dorsal del relato. En primer lugar, la cuestión de la maternidad, percibida como algo que no puede dejar indiferent­e a quien la experiment­a, por más que se cubra con unos hábitos. En segundo lugar, la confrontac­ión entre oscurantis­mo y razón, un motivo recurrente en esta clase de historias, y que encuentra en los perfiles de la abadesa y de la doctora protagonis­ta a sus dos emblemas respectivo­s. Y, en tercer lugar, la cuestión de la duda, de la vacilación en la fe, muy bien dibujada a través de la figura de la hermana María (Agata Buzek), quien termina por admitir que “la fe consiste en 24 horas diarias de duda y un instante de esperanza”. |

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain