Fe y persecución
Cómo trata el cine a las comunidades acosadas
A lo largo de los años, el reflejo del cristianismo en el cine ha acostumbrado a ser el fruto de una relación poco confortable. Con muy contadas excepciones –caso de las didácticas pero originales aportaciones de Roberto Rossellini–, las propuestas más piadosas han tendido a incurrir en la hagiografía complaciente, eludiendo el debate y despertando un escaso interés desde el prisma puramente fílmico.
Más estimulantes se han revelado, en cambio, las obras que han interpelado a la religión desde un punto de vista crítico o, cuando menos, cuestionador, colocando entre paréntesis las tradicionales certezas. En ese marco más abierto e imprevisible se sitúan, por ejemplo, las divertidas y punzantes ironías de Luis Buñuel, las reflexiones de Ingmar Bergman sobre el silencio de Dios o, por supuesto, las alegorías en contra de la represión inquisitorial y a favor de una auténtica espiritualidad orquestadas por Carl Theodor Dreyer, por citar únicamente a algunos de los grandes maestros del cine que, de un modo u otro, con la Iglesia quisieron topar.
Pero entre las fábulas moralistas, dulzonas y escrupulosas con la ortodoxia, las visiones satíricas o iconoclastas, o las denuncias al catolicismo como medio para la opresión, emerge también una corriente –bastante frecuentada en estos últimos tiempos, y de la que se suele hacer eco en la tradicional Semana de cine espiritual de Barcelona– que se inmiscuye menos en los dogmas, invoca al respeto y muestra al cristianismo como víctima circunstancial, sobre todo con motivo de determinadas coyunturas históricas. En las próximas semanas llegan a nuestras pantallas dos contundentes muestras de dicha tendencia. Se trata de Silencio, la nueva y esperada película de Martin Scorsese, basada en la novela del escritor japonés Shusaku Endo, que se estrena a comienzos del próximo año y que recrea la violentísima persecución padecida por los misioneros jesuitas que osaron adentrarse en el Japón del siglo XVII, y de Las inocentes, dirigida por la luxemburguesa Anne Fontaine, otra cinta recorrida, al igual que Silencio, por la tensión entre la fuerza de las convicciones, la tentación nihilista y la posibilidad de la claudicación.
Inspirada en hechos reales, la acción de Las inocentes arranca a fines de 1945, y describe la peripecia de Mathilde (Lou de Laâge), una joven doctora francesa enviada por la Cruz Roja para cooperar en la repatriación en las debidas condiciones de los soldados galos heridos en la reciente contienda mundial y todavía convalecientes en la frontera entre Alemania y Polonia. Las circunstancias propician el descubrimiento, por parte de Mathilde, de que en un cercano monasterio polaco una gran parte de las hermanas están embarazadas, como consecuencia de las reiteradas violaciones sufridas poco tiempo atrás por parte de soldados del ejército rojo. La joven doctora, pese a su escasa experiencia, afrontará el desafío de sacar adelante los sucesivos partos de las religiosas, preservando el secreto. Un secreto que debe ser mantenido a toda costa, pues las hermanas entienden que está en juego el futuro del convento.
Tan distante de la canónica ortodoxia del Fred Zinnemann de Historia de una monja (1959) como del afán por provocar escándalo del erotómano Walerian Borowczyk en Interior de un convento (1978),
Una joven doctora atiende a las monjas de un monasterio polaco, embarazadas tras sufrir violación
Las inocentes sí presenta algunos puntos en común con la interesante
Madre Juana de los Ángeles (1961), de Jerzy Kawalerowicz, aunque en un tono mucho menos efectista. De hecho, el filme que ahora nos ocupa evoca unos sucesos terribles, desgarradores, pero lo hace sin un ápice de tremendismo, entregándose a una narrativa austera, tan sobria en sus maneras como implacable en su desarrollo, de tal modo que no necesita ni de subrayados emotivos ni de chantajes sentimentales para comunicar la dureza de lo acontecido, la magnitud del oprobio y sus repercusiones en los distintos personajes. RAZÓN, DUDA Y FE
Lejos de las veleidades excéntricas de otros tiempos más juveniles e impulsivos (recuérdese la sarcástica Limpieza en seco, de 1997), la solvente realizadora Anne Fontaine hace aquí gala de un controlado equilibrio, encontrando la distancia justa para inducir a la reflexión y para reflejar los diferentes ángulos de una situación compleja que podía prestarse a la dispersión o, peor todavía, a la discursividad demostrativa. Su mirada es, en buena medida, la mirada de la propia Mathilde, una agnóstica, hija de familia obrera y filocomunista, que irrumpe en un mundo cerrado y desconocido para ella pero que procura aprehenderlo, entregándose plenamente a su tarea y, a la postre, logrando empatizar con las hermanas. Las dispares reacciones de estas ante su incómoda situación se extienden desde la resignación hasta la desesperación suicida, pasando por el extravío de la fe o un íntimo deseo de culpa, y dejan entrever asimismo el concepto del monasterio como (presunto) refugio del mundo y sus peligros, idea resquebrajada tras el advenimiento del desastre.
Conviene resaltar, sobre todo, tres temas que recorren la espina dorsal del relato. En primer lugar, la cuestión de la maternidad, percibida como algo que no puede dejar indiferente a quien la experimenta, por más que se cubra con unos hábitos. En segundo lugar, la confrontación entre oscurantismo y razón, un motivo recurrente en esta clase de historias, y que encuentra en los perfiles de la abadesa y de la doctora protagonista a sus dos emblemas respectivos. Y, en tercer lugar, la cuestión de la duda, de la vacilación en la fe, muy bien dibujada a través de la figura de la hermana María (Agata Buzek), quien termina por admitir que “la fe consiste en 24 horas diarias de duda y un instante de esperanza”. |