La Criolla, un cabaret canalla y literario
Paco Villar reconstruye la historia del mítico antro barcelonés
UN PUENTE ENTRE LA GENTE DE ARRIBA Y LA DE ABAJO. HOMBRES AFEMINADOS CON LA CARA PINTADA Y LAS MANOS PULIDAS. UNA DAMA MISTERIOSA.
Para el escritor y periodista francés Gui Befesse, autor del libro Las profesionales del amor (1933), lo más sorprendente de La Criolla era indudablemente su público: “En la calle Cid, centro de la crápula con prostíbulos de cariátides jalbegadas y floripondiadas en los quicios, refugio de ese submundo de mecheras, rateros, carteristas, espadistas y demás fauna del delito, del vicio y del infortunio, en ese contraste de sombras, de locura y crimen se halla instalada La Criolla, salón de baile en el que hay hombres afeminados con las caras pintadas y las manos pulidas como si fuesen damiselas. En el salón, que no es muy amplio, bailan parejas normales –de mujer y de hombre– y anormales por parejas. Resulta pintoresco un hecho. La Criolla es el puente que une a la gente de abajo con la de arriba. Nosotros creíamos encontrar un antro lleno de gente del hampa e invertidos; pero hemos visto, además de lo que esperábamos ver, a un público selecto y a ese sector de la sociedad que se denomina gente honrada. Y no hablamos del honrado trabajador, sino de gente de posición con aureola de honradez. Afluyen a los palcos personas decentes, por su aspecto, y se da el caso de que son las únicas que dan mal ejemplo a las personas inmorales: dos muchachas que parecen modosas modistas, están en un palco con sus novios, y se besan y se palpan con una osadía, que las personas inmorales censuran acremente su proceder; en otro palco, hay un matrimonio que viene de observación, por curiosidad de conocer un sitio pintoresco y de fama, que echan de mala forma a los homosexuales que se atreven a acercarse. Piden unas copitas de licor, bailan en el salón y, al rato, la señora mira a los hombres con insistencia de pesadilla, y a los que reniegan de su sexo, con verdadera obsesión. Al fin, terminan los afeminados por asaltar el palco ante las insistentes miradas de la señora, siendo recibidos con zalemas e invitaciones. Más tarde, se marcha el matrimonio… al reservado, seguido de los homosexuales, amigos del momento. Aquí corremos un velo, porque se cierra la puerta”.
El reservado del famoso local se había convertido en la estancia estrella para alternar con las nuevas atracciones de la casa: “Este reservado de La Criolla es más visitado que un museo de la ciudad. Hemos observado que está ocupado constantemente; siempre hay gente esperando. Pero gente honrada. Durante el entrar y salir en el reservado, en el pequeño pasillo que conduce a él por entre dos palcos, hay una multitud de afeminados, dispuestos a ser los elegidos de las personas que entran. Se arman grandes escándalos entre ellos por pretender entrar los primeros. Las mujeres son más formales en estos casos de presentarse a los clientes. ¿Y estos hombres quieren imitarlas en todo? Transcribimos una de estas polémicas que hemos presenciado: –¡Ya ha pasado La Corales! –Déjala que a la pobre le hace mucha falta. –Sí, para que su hombre se lo gaste. –A mí me es igual, todavía tengo en casa para mandar a la chica al mercado mañana. –Después de todo, la señora que ha entrado es una vieja asquerosa. Que se trague ese hueso. –¡Sí, tienes razón, pero hay un muchacho joven que vale un mundo! Y siguen otros comentarios más gráficos que no se pueden transcribir, hasta que llega el gerente, un hombre simpático y recto, que los reprende, y se dispersan por el salón”.
Befesse, uno de los escritores franceses que mejor supieron captar la esencia y policromía de La Criolla, se dio cuenta enseguida de la fascinación que ejercía en algunas mujeres esta atmósfera portuaria y corrompida: “Hemos conocido a una dama misteriosa: hermosa muchacha rubia de tipo estándar, de carne suave, fina y nacarada. Bonita joven, que tendía la red de sus encantos a la Olga, un muchacho tan maquillado y pintado como ella, y todas las noches se marchaban juntos, hasta que una tarde, unos señores graves, se metieron en el reservado, la llamaron por el camarero y desapareció. Por confidencias nos enteramos de que se habló ante ella del desconsuelo de la señora marquesa y de la desesperación del señor marqués. Se habló tan en secreto que solo se oían palabras sueltas, por las que se cree adivinar que la muchacha era una señorita de la aristocracia. Noches antes, pretendimos, al hacer el reportaje gráfico de este libro, incluirla a ella, pero se negó rotundamente. ¡Qué pensarían de ella si supieran que iba por La Criolla! Tenía razón. Después vimos una fotografía suya en el traje de Eva. Pero no estaba hecha en La Criolla”.
No dejó de visitar el célebre despacho, y de asombrarse con su lujosa decoración, que contrastaba con la modestia del salón de baile. Despertó vivamente su interés el espejo transparente y que hubiera una imagen de la Virgen de Montserrat. Para este escritor francés en La Criolla se encontraban “los peores
“Sinvergüenzas y golfantes que se pintan los labios, las orejas, se dejan crecer el pelo y se lo tiñen de platino”
degenerados, los hombres y mujeres de inclinaciones repulsivas, los aficionados a las drogas, los homosexuales, los bisexuales, los heterosexuales y demás víctimas de esta clase de aberraciones”.
Los homosexuales constituían una nota alegre y de color que acentuaba el poder de transgresión de La Criolla y, además, cautivaban al turismo femenino. Las damas inglesas fumadoras de Kamel, que cuando salían de las islas británicas buscaban aventuras sexuales con jóvenes árabes en Tánger o en Trípoli, encabezaban el peregrinaje a los perversos bailes de la calle Cid acompañadas de intérpretes y guías de los hoteles: “Las turistas francesas, las casadas catalanas y gran parte de las artistas teatrales españolas, al pasar por Barcelona no pierden su viaje a cualquier taberna de la calle Cid para conocer de cerca a esos sinvergüenzas y golfantes que se pintan los labios, las orejas, se dejan crecer el pelo y se lo tiñen de platino, y que distinguiéndose por una manera de hablar femenina y de esas algaradas, explotan a los clientes incautos que suponen hallarse ante unos pobres muñecos de sensualidad (…). Pero las gentes, después de compartir cerveza con las tanguistas, creen haber vivido unas horas terribles de barrio bajo y salen encantados de que no haya sucedido nada”.
UNA FIESTA PRIVADA EN EL RESERVADO DE LA CRIOLLA CON FLOR DE OTOÑO, ANARQUISTA DE ACCIÓN, HOMOSEXUAL Y COCAINÓMANO
Flor de Otoño fue seguramente el personaje más enigmático de todos los que concurrieron a La Criolla. No se conoce su verdadero nombre, ni su historia personal, solo sabemos que era un anarquista de acción, homosexual y cocainómano, que por las noches se maquillaba el rostro y acudía habitualmente a los
bailes siniestros de la calle Cid. Una fotografía suya figura en el álbum de firmas, sin comentario alguno, y en el libro Las profesionales del amor (1933), de Gui Befesse, aparecen cuatro más, aunque en ninguna se cita su nombre. En la primera, está bailando con otro hombre en La Criolla. Las otras tres tienen un contenido más erótico y están realizadas seguramente en la habitación de un meublé. En dos de ellas, posa incorporado en la cama, con el torso desnudo, sujetando una delicada muñeca de porcelana entre sus brazos. En la tercera se contempla frente a un espejo semidesnudo y con ropa interior femenina. No se podía ser más transgresor en aquella época. Habría que considerarlo un símbolo del espíritu anárquico que desprendía La Criolla.
El único reportaje periodístico (conocido) donde se le menciona y se da alguna noticia lo escribió el periodista José María Aguirre y fue publicado en Mundo Gráfico en noviembre de 1933. Acompañado por un periodista catalán, que le sirvió de guía, pasó una noche en La Criolla, el cabaret más “frecuentado por los profesionales del vicio y del delito”. Pepe, el encargado, al que Aguirre identificó como el propietario, le organizó un party en su honor en el famoso reservado del local: “Presentaciones, saludos y a seguida, el estampido que produce el descorche de una botella de champán, marca la reanudación de la orgía que nuestra entrada hubo de interrumpir. Una gramola desgrana las notas enervantes de una danza moruna, y un muchacho, casi adolescente, comienza a bailar en el centro de la habitación. –Es Flor de Otoño –me dice el dueño de La Criolla–; uno de los que más quehacer dan a la policía. –¿Tan joven? –pregunto. –No se fíe usted de la cara ni de las maneras. Tiene treinta y dos años y hace quince que fue extendida su ficha en la Jefatura de Policía. Flor de Otoño prosigue su danza entre afeminadas contorsiones. Tras las cejas depiladas, el maquillaje del rostro y los labios pintados en forma de corazón, sus treinta y dos años se metamorfosean hasta el extremo de que el ambiguo sujeto aparenta exactamente la mitad. Mientras el resto de la concurrencia bebe y jalea al bailarín, mi compañero me completa la ficha de Flor de Otoño. Se trata de un peligrosísimo individuo, asiduo concurrente a los medios extremistas y pistoleros de acción. Coadyuvó activamente a introducir en Atarazanas la propaganda anarquista y participó en el movimiento iniciado en aquel cuartel, de donde, como se recordará, desaparecieron armas y municiones”.
En la insurrección del movimiento anarcosindicalista, conocido también por la revolución de enero de 1933, que estalló en Barcelona el día 8, La Criolla figuraba como un punto de reunión. Allí se tenían que entregar unas bombas a un grupo de unos ochenta extremistas que se proponían asaltar el cuartel de las Drassanes. Entre ellos, según parece, estaba Flor de Otoño. El intento se frustró tras dos horas de tiroteo en las calles cercanas, con el resultado del fallecimiento de tres personas: dos miembros de las fuerzas de seguridad y uno de la CNT-FAI. Pero Flor de Otoño no era el único elemento anarquista presente aquella noche en el reservado: “–Aquel de las gafas –sigue diciéndome mi amigo– es Trotsky, pistolero también, miembro del Sindicato Libre. Ha sufrido condena como coautor del asalto al tren de Sarriá. Su aspecto de seminarista no le impide ser el amante de la mujer que se sienta a su lado, Luz, de la que se dice actúa en asuntos de espionaje, relacionados con las Baleares. Ha terminado la música y Flor de Otoño, en el suelo, queda un momento en actitud genuflexa, con aire de bayadera oriental. Al contemplarlo evoco las figuras asexuales de los moritos adolescentes que suelen actuar en los cafetines de Tánger y Tetuán. Después, otro individuo ataviado con vestimentas de mujer, que se complementan bien con sus ademanes igualmente harto afeminados, canta con atiplada voz un cuplé con motivos andaluces. Es la Asturiana, imitador de estrellas muy conocido. Sarah, una hebrea de abultados labios, ojos negrísimos y yodada piel, aspira cocaína sin desenlazar uno de los brazos del propietario de La Criolla, su amante. El vino, la música y los tóxicos enardecen a los circunstantes. El baile se generaliza. Luz y Sarah, materialmente incrustadas en los pechos respectivos de Trotsky y el propietario de La Criolla, se agitan en contorsiones lúbricas. Como no hay más mujeres entre los juerguistas, se forman parejas de homosexuales que mueven grotescamente los cuerpos al ritmo de la música”.
La fiesta fue interrumpida por un empleado de color que entró en el reservado requiriendo la presencia urgente de Pepe: “Todos quedan un momento en suspenso; pero reaccionan con rapidez e inician una huida precipitada. En la sala suenan fuertes voces, terribles interjecciones. Mi amigo me dice: –Hay jaleo. Lo mejor es que nos vayamos. Y asiéndome de un brazo me conduce hasta la calle. Ya en esta, un agente de policía, conocido del periodista barcelonés que ha si-
do mi cicerone en esta mi andanza por el suburbio próximo a desaparecer, nos entera de que a un extranjero le han sustraído la cartera repleta de billetes. –¿Quién ha sido? –pregunto lleno de curiosidad. –No sé –responde el agente–. ¡Cualquiera! Aquí todos trabajan el asunto. Otro se hubiera callado; pero el extranjero empezó a dar grandes voces y a proferir amenazas, mal lo hubiera pasado de no estar nosotros aquí”.
Después de este reportaje, Flor de Otoño desapareció por completo de la escena pública, y no se volvió a hablar de él hasta pasados cuarenta años. En 1973, el dramaturgo madrileño José María Rodríguez Méndez escribió basada en este individuo una pieza teatral titulada Flor de Otoño. Una historia del Barrio Chino. Rodríguez Méndez aseguraba que Flor de Otoño existió, y a su condición de homosexual, cocainómano y pistolero le añadió la de pertenecer a una familia conservadora de la burguesía barcelonesa, lo que le convertía en un personaje extraordinario. Lluís Serracant, que así se llamaba en la obra, llevaba una triple vida: de día era un joven abogado y por las noches un transformista o imitador de estrellas que actuaba en un music-hall; el tiempo restante lo dedicaba a dirigir atentados y atracos. La relación de estos hechos Rodríguez Méndez la sitúa al final de la dictadura, en 1930, una época muy hostil para todo lo que se refería a homosexualidad y anarquismo. En 1978, unos años antes de que se pudiera estrenar la obra teatral, el director Pedro Olea realizó una versión cinematográfica con el título de Un hombre
llamado Flor de Otoño, que está considerada una de las primeras películas españolas en abordar tras el franquismo el tema de la homosexualidad. Finalmente, la obra teatral se estrenó en Valencia en 1982.
PRESENTACIÓN DEL LIBRO EL MARTES 14 DE MARZO A LAS 19.30 H. NAU COMANEGRA, CONSELL DE CENT, 159
Flor de Otoño, anarquista, homosexual y cocainómano, era el símbolo del espíritu que desprendía La Criolla