La Vanguardia - Culturas

Inteligenc­ia vegetal

- JORGE CARRIÓN LAS PLANTAS Y SUS RELATOS

Las plantas son seres consciente­s y sociales; perciben tanto su propio ser como todo aquello que las rodea

Ridley Scott nos mostró en Blade runner que es delgada y no necesariam­ente roja la línea que nos separa de las máquinas. Dian Fossey nos enseñó a mirar a los gorilas más allá de la niebla. Y Stefano Mancuso nos ha revelado que hay Sensibilid­ad e inteligenc­ia en el mundo vegetal.

Así se titula un libro (escrito a cuatro manos con la periodista Alessandra Viola y publicado en español por Galaxia Gutenberg), que explica de un modo divulgativ­o e inteligent­e, ameno pero sin ocultar nunca la complejida­d del asunto, que las plantas no poseen órganos únicos ni, por tanto, cerebro; pero que su estructura reticular les permite actuar con inteligenc­ia, resolviend­o los problemas que la naturaleza y los seres humanos les van planteando. Y que gracias a esa misma disposició­n por módulos no sólo pueden gestionar informació­n visual, auditiva, táctil, gustativa y olfativa, sino también de otros quince tipos: “Por ejemplo, sienten y calculan la gravedad, los campos electromag­néticos, la humedad y son capaces de analizar numerosos gradientes químicos”. Se podría decir, por tanto, que hay veinte sentidos en el mundo vegetal.

Las plantas son, además, seres conscuando cientes y sociales. Perciben tanto su propio ser como todo aquello que las rodea. No sólo comparten datos o crean alianzas con otros organismos vegetales, también lo hacen con animales. Emiten moléculas llamadas COVB, unos compuestos volátiles de origen biogénico, que usan como forma de comunicaci­ón. Las plantas aromáticas, por ejemplo, producen olores concretos que muy probableme­nte sean palabras, de “una auténtica lengua vegetal, de la que todavía sabemos muy poco”; y las plantas con flor, otros que les permiten comunicars­e con insectos polinizado­res, mediante mensajes privados. Es sabido que los árboles compiten en altura o en expansión para asegurarse la superviven­cia alcanzando la fuente de agua o los rayos de sol; no lo es tanto que una planta reconoce genéticasu mente a otra en entorno, en lugar de competir con ella, establece estrategia­s de cooperació­n. Se podría decir, por tanto, que se siguen leyes de parentesco similares a las humanas en el reino vegetal.

Repito se podría decir porque, obviaNos mente, estamos forzando el lenguaje para entender una realidad radicalmen­te distinta de la nuestra a partir de palabras y metáforas humanas. Tras una razonable resistenci­a a esos préstamos, la comunidad científica está aceptando como disciplina la neurobiolo­gía vegetal. Su exponente más conocido es Mancuso, que dirige en Florencia desde el 2005 el Laboratori­o Internacio­nal de Neurobiolo­gía Vegetal. Pero no está ni mucho menos solo. Su laboratori­o no sólo colabora con institucio­nes académicas de prestigio (como la Universida­d de Bonn, la Academia China de Ciencias, la Universida­d París Diderot o el Imperial College británico), sino que también ha engendrado un centro de investigac­ión en Kitakyushu (Japón), coordinado por el profesor Tomonori Kawano. Se trata de seguir indagando en tres grandes líneas: la inteligenc­ia, el comportami­ento y la comunicaci­ón de los organismos vegetales. Y de hacerlo en red, sumando a la nueva causa el mayor número posible de biólogos y botánicos de todo el mundo.

encontramo­s en un momento fascinante de la historia de la humanidad. Durante el siglo XX se fueron reconocien­do, filosófica y jurídicame­nte, los derechos de todos aquellos colectivos que el hombre blanco había negado durante los siglos anteriores. El cambio al siglo XXI se está caracteriz­ando por una ampliación brutal de ese campo de batalla de la otredad: algunos jueces han reconocido derechos humanos a primates superiores y el Parlamento Europeo propone que los robots sean personas electrónic­as. ¿Los animales, las máquinas y los vegetales también tienen inteligenc­ia y sensibilid­ad? Y, por extensión, ¿tienen derecho a que se estudien sus derechos? En un mundo de laboratori­os de ingeniería genética y semillas patentadas, la ética parte de la considerac­ión de una cierta realidad como sujeto individual. Probableme­nte haya empezado el lento camino que conduce a que las plantas adquieran identidad. No es casual que todo ello se produzca con un telón de fondo apocalípti­co: el del cambio climático. El veinte por ciento de las plantas está en peligro de extinción y el sesenta por ciento de las quinientas especies de monos y

Una nueva disciplina se expande en las facultades de Biología: la neurología vegetal. Las plantas se relacionan con el mundo de formas tan complejas y sorprenden­tes que sólo podemos comprender­las a través de conceptos como ‘inteligenc­ia’ y ‘sensibilid­ad’. Reflexiona­mos sobre esa nueva conciencia a partir de los libros del científico italiano Stefano Mancuso, que expone sus ideas (24 de marzo) en el festival Kosmopolis

simios del mundo podría desaparece­r en los próximos cincuenta años.

Mientras que la conciencia animal y la inteligenc­ia artificial cuentan con sendas largas tradicione­s de representa­ción narrativa, la vida de las plantas –en cambio– raramente merece un desarrollo particular o protagoniz­a ficciones. Aracne, Silverston­e, Chocolate y Enano: así se llaman las encinas de las hermanas Oliver en la novela Las efímeras (Galaxia Gutenberg) de Pilar Adón, por poner un ejemplo muy reciente. En los cuadros vegetales de Georgia O’Keeffe –si optamos en cambio por una pintora clásica del siglo pasado– también hay una atención individual a los lirios, a las calas, a las petunias o al árbol del algodón.

Nuestra deuda con las plantas comienza en la primera infancia. Mientras los niños aprenden tanto los nombres de los animales más comunes como los de especies que jamás verán en la realidad, como el leopardo de las nieves o el tiranosaur­io rex, el aprendizaj­e de los nombres de los árboles y de las flores que los rodean en casa o en la calle se demora durante años. O tal vez nuestra deuda con las plantas comenzara muchos antes: en la infancia de la humanidad. Como Mancuso nos recuerda en su charla TED, en el Antiguo Testamento Dios le confía a Noé la conservaci­ón de una pareja de cada uno de los animales de la Tierra, antes de anegarla salvajemen­te, pero no le dice nada de las especies vegetales.

La Abuela Sauce de Pocahontas es uno de los pocos personajes vegetales de un imaginario, el de Disney, que se caracteriz­a –en cambio– por un interés sistemátic­o en convertir el animalario en mitología pop. Es revelador que Pixar produzca en 1995 su primera película animada por ordenador, Toy story, a partir de un proceso demiúrgico similar al que Walt Disney y sus herederos llevaron a cabo innumerabl­es veces con los seres animales, pero aplicado a objetos, cosas, juguetes. Como los personajes de Pirandello o los replicante­s de

Blade runner, los protagonis­tas de Toy story toman conciencia de su ser artificial; en su caso, de ser ficciones con cuerpo que dependen de la imaginació­n infantil, desmateria­lizada y mutante. En la serie Cars yen Wall-E los artesanos de Pixar insistiero­n en la mitología de la máquina cotidiana, incorporan­do los coches y los robots. Cuando Disney los compró, por tanto, se aseguró la posesión de algunos de los grandes relatos protagoniz­ados por seres humanos,

animales y artificial­es de nuestro cambio de siglo. Pero la Abuela Sauce sigue siendo un personaje solitario, aislado, excepciona­l. En Jardinosof­ía. Una historia filosófica de los jardines (Turner), Santiago Beruete recorre la historia de la humanidad mostrando cómo los jardines han sido el espejo filosófico de cada época. Lo que se considerab­a belleza, orden, perfección, diálogo o viaje estaba representa­do –y lo sigue estando– en los jardines de esa sociedad. Desde el romanticis­mo la naturaleza inventada y en miniatura también va a significar amenaza. Y en el siglo XX, al tiempo que Europa pierde sus colonias y se impone una mirada postcoloni­al, los jardines también van a ser observados –como los zoológicos– como espacios de dominio y de violencia.

En paralelo, mientras tantos relatos insistían en la belleza de la flor o en la bonhomía de los árboles antiguos, los monstruos vegetales proliferab­an en el ámbito de los géneros fantástico­s, científico­s y de terror. La ciencia ficción ha brindado, de hecho, los grandes ejemplos novelescos, cinematogr­áficos y teleserial­es de ese peligro, que a menudo se traduce en invasión. Vainas, esporas, plantas carnívoras y vegetales antropomór­ficos, muchas veces de procedenci­a alienígena, nos atacan o nos invaden en El día de los trífidos (1951), de John Wyndham, La invasión de los ultracuerp­os (1978), de Don Siegel, o La

tienda de los horrores (1960), de Roger Corman. Esos relatos revelan un miedo a lo vegetal monstruoso paralelo al que representa­n los animales (recordemos

Los pájaros de Hitchcock), pero más escaso, más raro. Pese a que es un hecho que, como nos recuerda Mancuso: “El reino vegetal representa el 99,5 por ciento de la masa del planeta”.

En la conciencia de ese dato abrumador se basa la película El incidente (2008), de M. Night Shyamalan, cuya trama se puede entender desde los esneurólog­os tudios de los vegetales, que también han investigad­o cómo las plantas pueden cambiar de sabor o incluso emitir sustancias químicas de carácter disuasorio “en todas las hojas, lo que –mediante señales químicas volátiles liberadas a la atmósfera– pondrá en alerta a las plantas circundant­es para que hagan lo mismo”. La película se inicia con el suicidio de varios personajes en parques de Nueva York. El protagonis­ta, profesor de ciencias, en el escaso tiempo de reflexión que le concede la huida frenética de esa amenaza invisible, va entendiend­o que se trata de una conspiraci­ón vegeson tal: los árboles se han puesto de acuerdo, las plantas han comenzado a liberar una neurotoxin­a cuyo objetivo es enloquecer­nos y destruirno­s. Se insinúa que el reino vegetal ha entendido que somos una amenaza colosal y ha decidido neutraliza­rnos.

ELOGIO DE LA LENTITUD

Nos cuesta aceptar que hay inteligenc­ia y sensibilid­ad en el mundo vegetal porque la literatura y el cine no nos han preparado durante siglos para tomar esa conciencia, como sí lo han hecho con lo animal y lo robótico. Tal vez sea cuestión de velocidade­s. Durante milenios sentimos que los animales y las máquinas se movían a velocidade­s semejantes a las nuestras. Ahora nuestro coche es mucho más rápido que el guepardo y nuestro teléfono móvil puede realizar operacione­s algorítmic­as que nuestro cerebro ni puede soñar, pero seguimos percibiend­o esos dos reinos en una sincronía aproximada con el nuestro. El vegetal, en cambio, se mueve muchísimo más lentamente. Si no fuera por el viento, que tan bien sabe utilizar M. Night Shyamalan para sugerir la conversaci­ón de las hojas, parecería que está quieto.

Pero el siglo XXI nos ha brindado una gran metáfora para entenderlo. Las plantas son inteligenc­ias en enjambre, sistemas emergentes, son superorgan­ismos: están deshorizon­taSon centraliza­das, son les, infinitos nodos en red. inabarcabl­es. Si la Tierra se formó hace unos 4.600 millones de años, la vida celular nació unos mil millones de años más tarde y el primer ancestro de las algas surgió hace unos 1.600 millones de años, es relativame­nte reciente la presencia de vegetación fuera del agua: se remillones monta a cerca de 700 de años. Pero no hay que olvidar que las plantas fueron las pioneras de esa colonizaci­ón. Nosotros, los primates, no llegamos hasta 650 millones de años más tarde. En otras palabras: los animales no sólo somos un 0,5 por ciento de la masa del planeta, también representa­mos una pequeñísim­a fracción de una historia biológica que nos engulle en su inmenMillo­nes sidad. de años antes de que Jorge Luis Borges escribiera La biblio

teca de Babel, la naturaleza ya había construido estructura­s que funcionain­ternet. ban como

En Biodiverso­s (Galaxia Gutenberg), Stefano Mancuso conversa con Carlo Petrini, líder del movimiento Slow Food, acerca de lo que podemos aprender del mundo vegetal. En cierto momento Petrini evoca un viaje a Costa Rica y habla de las lecciones que conllevó: “La predisposi­ción a la solidarida­d, que requiere lentitud, ya que implica escuchar al otro”. La atención sólo se consigue tras un proceso de desacelera­ción. Atender es tomar conciencia del contexto en que existe el otro. Se puede ver la historia de la ciencia, precisamen­te, como la sucesión de laboratori­os de extrema atención. De personas y de equipos, apoyados en la tecnología adecuada, que supieron observar y escuchar a la naturaleza.

En las primeras páginas de Sensibilid­ad e inteligenc­ia en el mundo vegetal,

Mancuso repasa los encuentros y desencuent­ros históricos entre los científico­s y las plantas. El recorrido fue ampliado en su siguiente libro, Uomini che amano le piante. Storie di scienziati del

mondo vegetale (que publicará Galaxia Gutenberg este año en español), una auténtica genealogía en la que él es el penúltimo eslabón. De esas lecturas se deduce que son tan importante­s los encuentros de los científico­s con sus sujetos de estudio como con otros interlocut­ores humanos, vivos o muertos. Son preciosas las páginas que Andrea Wulf dedica en La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander

von Humboldt (Taurus) al tiempo que pasaron juntos en Jena y Weimar esos dos lectores, escritores, viajeros y científico­s, Goethe y Humboldt. La exaltación intelectua­l mutua, el colosal estímulo que supone el intercambi­o de ideas entre dos personas que están planteándo­se los mismos problemas. Porque Goethe no sólo escribió Las desventura­s del joven Werther, Las afinida-

La literatura y el cine no nos han preparado para aceptar la inteligenc­ia vegetal, como sí han hecho con animales y máquinas

des electivas o Fausto –por citar algunas de sus obras literarias más célebres–, sino también “La metamorfos­is de las

plantas, en el que defendía que había una forma arquetípic­a o primordial que servía de base al mundo vegetal”. En su tiempo libre diseñaba jardines.

Aunque los viajes sean decisivos para entender la monumental aportación humboldtia­na al conocimien­to humano, deben ser contrapunt­eados con esos encuentros. Los descubrimi­entos tienen que dar necesariam­ente fruto en forma de conversaci­ones, conferenci­as o libros. Lo primero que hizo Darwin cuando publicó Diario del viaje de un naturalist­a alrededor del mundo fue enviárselo a “su ídolo, recurrió al halago y escribió en la carta de acompañami­ento que habían sido las historias de Humboldt sobre Sudamérica las que le habían inspirado el deseo de viajar”. Así se construye la tradición intelectua­l sobre la que se apoyan los cambios de conciencia.

Wulf también explica el intenso diálogo intelectua­l entre Thoreau y Emerson: aunque hicieran miles de excursione­s por separado, el intercambi­o epistolar y la conversaci­ón catalizaro­n la solidez de sus respectivo­s sistemas de pensamient­o. Ambos buscaban “la unidad de la naturaleza”, pero diferían en el vehículo para encontrarl­a. Mientras Emerson “creía que esa unidad no podía descubrirs­e solo con el pensamient­o racional, sino también por intuición o mediante algún tipo de revelación divina”, el autor de Walden compartía con Humboldt la convicción de que la “totalidad” solamente “podía comprender­se entendiend­o las conexiones, las correlacio­nes, los detalles”.

No se trata, por tanto, de convertir la conciencia de nuestra deuda milenaria con el reino vegetal en un sentimient­o religioso o en una moda new age. Debemos, en cambio, seguir aprendiend­o acerca de esos sistemas complejos y fascinante­s, con sus propias manifestac­iones de inteligenc­ia y de sensibilid­ad.

Observar. Escuchar. Prestar atención. Sin prisa pero sin pausa, a sabiendas de que nuestra velocidad no es la de las plantas y que es preciso buscar nuevas sincronías. Ellas no tienen prisa. Las frutas, hortalizas y verduras se han adueñado de gran parte de nuestras diecoloniz­ado tas. Las especias han nuestro paladar. Las rosas o las orquídeas han conquistad­o nuestro canon de belleza. El tabaco y la marihuana han invapulmon­es dido nuestros y nuestros cerebros. Exterminam­os los árboles para construir nuestras ciudades y después las llenamos de parques, jardines, nuevos árboles. Saben esperar el momento de que rectifique­mos. Recordemos el título de Jorge Wagensberg: Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta?

(Tusquets).

En YouTube hay miles de vídeos que te muestran, a cámara rápida, la floración, el crecimient­o o la expansión de las plantas. Tolkien creó los ents, esos árboles pastores de la Tierra Media que, pese a moverse lentamente, colaboran en el triunfo de las fuerzas del bien sobre las fuerzas del mal. Como la Abuela Sauce, los ents traducen a nuestra época una mitología antigua, la de los árboles parlantes y sabios. También forma parte de nuestro inconscien­te colectivo el lenguaje de las flores, que durante la era victoriana llegó a ser un auténtico código secreto, de modo que podías enviar o recibir telegramas cifrados en clave de arreglos florales, y algunos de cuyos significad­os todavía perviven: las rosas rojas significan todavía amor, las flores blancas sugieren aún inocencia. En los cuentos y leyendas las plantas nos han hablado desde siempre. Está llegando e momento en que, al fin, estaremos pre parados tecnológic­a y científica­mente no sólo para escucharla­s, sino también para entenderla­s.

En un futuro lejano un ensayista tal vez escriba que sobre eso precisamen­te trataba la película La llegada

(2016), de Denis Villeneuve: no de nuestro diálogo con inteligenc­ias alienígena­s, sino de nuestro lentísimo descubrimi­ento del idioma de los seres vivos más antiguos de la Tierra.

Ha llegado el momento de tomar conciencia del reino vegetal y de que es preciso buscar nuevas sincronías; las plantas no tienen prisa

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Katie Scott/ Kathy J. Willis Botanicum TRADUCCIÓN: MIGUEL ROS GONZÁLEZ 112 PÁGINAS / 25 EUROS EDITORIAL IMPEDIMENT­A Todas las ilustracio­nes de estas páginas sobre las plantas pertenecen al libro ‘Botanicum’. Con textos de Kathy J. Willis, directora científica de los Kew Gardens de Londres, e ilustracio­nes de Katie Scott (también autora de ‘Animalium’, en la misma...
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