La Vanguardia - Culturas

Presentaci­ón de Arrieta (o como quiera que se llame)

‘Bella durmiente’ Es el último filme de un veterano cineasta español a quien apenas conocemos. Se estrena el 31 y será lo más provocador de la cartelera

- CARLOS LOSILLA Hasta el tuétano

Se acerca la última película de Adolfo Arrieta y no sabemos nada de él, apenas el fulgor de su leyenda. Incluso su nombre nos ha llegado siempre distorsion­ado, a quienes lo conocíamos de oídas o por alguna que otra de sus imágenes, y distinto según los títulos de crédito a los que nos acercáramo­s. Unas veces Adolfo Arrieta, otras Adolfo González Arrieta, Adolfo G. Arrietta, V. González Arrieta, Adorfo Arrietta, Udolfo Arrieta, Vdolfo Arrieta, Adolpho Arrieta, Adelfo Arrietta, Adelpho Arietta y ahora, para su último trabajo, Ado Arrietta. ¿A qué viene esa necesidad de la máscara? Arrietta nació en Madrid en 1942, pero eso no quiere decir que sea un cineasta español. Quizá sí por filiación cultural, y ni siquiera eso, pues su estética bebe tanto de Luis Buñuel como de Jean Cocteau. En sus primeros cortometra­jes, El crimen de la pirindola (1966) y La imitación del ángel (1967), aparece Madrid, sus calles y sus gentes, pero como algo ajeno y extraño, una alucinació­n que intentará olvidar cuando se vaya a París después de realizar su segunda película, allá donde se convertirá en un apátrida y un embozado.

Tras una filmografí­a francesa accidentad­a, entre cortos y largos, siempre desde una precarieda­d asumida y deseada, con tal de conseguir la libertad de filmar lo que quiere, Arrieta regresa a España a finales de los años 80, pero sólo temporalme­nte, para realizar un episodio de la serie de televisión

Delirios de amor (1989) y Merlín (1990), que hubiera podido ser su ingreso en la oficialida­d del cine español, pero se convirtió de nuevo en un intento frustrado. Y no se sabe nada más de él hasta el 2003, cuando vuelve con Eco y Narciso ,y luego hasta el 2008, cuando homenajea a Buñuel en los siete minutos de Dry Martini. Y ahora Bella

durmiente, la que parece su película más convencion­al. ¿Lo es?

No, Bella durmiente no puede ser una película convencion­al, ni siquiera eso que llaman “cine independie­nte” o “alternativ­o”, pues Arrieta nunca ha entendido de esas categorías. Sus películas nacen del impulso, de la imagen exaltada. Lo que quiere decir se cuela entre los planos, siempre discontinu­os, que no obedecen a la lógica del relato clásico pero tampoco la desprecian: se suceden unos a otros como siguiendo la estela de una realidad que no es la que conocemos, pero sí reconocemo­s en sus leves huellas. Por eso en sus películas aparecen los espectros de Andy Warhol y Jonas Mekas, de Jacques Rivette y Stan Brakhage, pero también de Louis Feuillade y Fritz Lang. Hay algo en ellas que sustituye la realidad que nos rodea por otra que parece la misma pero no lo es, una especie de sombra espectral, la sombra de las narracione­s míticas y de los cuentos de hadas. El bombero que se aparece a la niña ansiosa de Flammes (1978) es como los ángeles que pueblan muchos de sus relatos, a la vez presencia liberadora e inquietant­e, la puerta hacia otro mundo y el revés perverso de este. Y las esperas de Tam

Tam (1976) o Vacanza permanente (2006), los invitados que no llegan o las llamadas de teléfono que nunca obtienen respuesta, son excusas para crear tiempos muertos en los que se hace presente lo maravillos­o, el repudio de lo cotidiano, la emoción del deseo.

En Bella durmiente, adaptación personalís­ima del cuento popular del mismo título, un príncipe que toca la batería sólo quiere desobedece­r a su padre y penetrar en el bosque encantado que lo llevará al palacio donde todo permanece en el territorio de los sueños, donde una hermosa muchacha lo espera dormida desde hace muchos años.

No hay que ofrecer resistenci­a a las imágenes de Belle dormant, pues el rechazo es el peor enemigo de todas las películas de Arrieta. Sólo así podrá aceptarse que el príncipe y su preceptor sobrevuele­n el reino dormido en helicópter­o, o que la incursión del joven heredero en el bosque sea a la vez luminosa y siniestra. En esta película no hay que esperar que el cuento de hadas nos ofrezca su lado más tenebroso, como si se tratara de una versión de Walt Disney. Muy al contrario, estamos en el territorio de la inocencia, pero de una inocencia que se desnuda a sí misma hasta el tuétano y, al hacerlo, deja al descubiert­o su lado más misterioso. En Pointilly (1972), una niña soñaba con un castillo mágico desde una infancia aburrida y estúpida. En Las intrigas de Sylvia Couski (1974), el París de la época se convertía en un territorio encantado poblado por travestís que más bien parecían hadas buenas. Fiel a sí mismo, Arrieta concibe Bella durmiente como la continuaci­ón de todo eso, un viaje hacia la restitució­n de la verdad, que no puede ser otra cosa más que el advenimien­to de una realidad refundada por la cámara. Pues, en esta película hipnótica y fascinante, la manera en que miramos el mundo es el único modo de transforma­rlo, de desvelar la capacidad subversiva y revolucion­aria de la ficción.

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Arriba, Tatiana Verstraete­n interpreta a la princesa durmiente, y el actor Niels Schneider es el príncipe contemporá­neo aficionado a la batería y enganchado a su ‘smartphone’ en esta fábula
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CRISTINA TOVAR Después de 25 años sin rodar un largometra­je, el veterano cineasta experiment­al Adolfo Arrieta, vuelve con ‘Bella durmiente’ en versión undergroun­d, una producción francoespa­ñola

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