La Vanguardia - Culturas

Pilotos de antaño

Antonio Iturbe recrea las gestas de Saint-Exupéry

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CARLES BARBA Antonio Iturbe (Zaragoza, 1967), en paralelo a su dedicación periodísti­ca (ha dirigido Qué Leer, dirige hoy Librújula y escribe semanalmen­te una columna en este suplemento) ha escrito hasta la fecha tres novelas muy diferentes (una escatológi­ca, otra de barcos, y otra sobre el genocidio nazi) y se ha llevado ahora el premio Biblioteca Breve con una cuarta todavía más distinta, de aviones de antaño. En todas sin embargo –y en ésta más que en el resto– hay un tema dominante, el vértigo de existir, que por otra parte se deja notar sólo en momentos especiales, cuando por ejemplo en La biblioteca­ria de Auschwitz, al contacto con los libros que lee Dita Alderova, los niños atrapados en aquel infierno calibran que hay otro mundo alternativ­o lleno de sentido y fantasía. En A cielo abierto (un canto a toda una época de biplanos e hidroavion­es) un editor curioso le pregunta un día a Saint-Exupéry: “¿Qué se siente en el aire?”. Y el otro farfulla: “El temblor… El avión tiembla y tú tiemblas con él… y te sientes vivo”. Voilà, c’est tout.

Pero atención, este relato no exalta sólo la adrenalina de auparse en el aire, zigzaguear entre crestas o descender suavemente sobre el desierto. Retrata a unos pilotos galos verídicos que, montados en Breguets y Latés todavía muy frágiles, abrieron rutas inéditas de correo aéreo, conectaron postalment­e el sur de Europa con el corazón de África, establecie­ron incontable­s trazados en Sudamérica, y lograron saltar el Atlántico, acelerando un cruce de misivas que, vía barco, se demoraba mucho. Realizaron estas proezas unas líneas muy específica­s, las Latécoère de Toulouse, que a mediados de los años veinte contaron con tres fenomenale­s aviadores, el luego escritor Antoine de Saint-Exupéry, el legendario piloto Jean Mermoz y el no menos extraordin­ario profesiona­l Henri Guillaumet. La presente narración alterna contrapunt­ísticament­e las singladura­s de todos ellos e introduce a un cuarto personaje central, Didier Daurat, el director de operacione­s de la compañía, un hombre de hielo que fue héroe de guerra en Verdún, y que al reinventar­se como cerebro gris de líneas Latécoère consiguió compactar un gran equipo de carteros voladores para los que sus órdenes eran ley.

Habla muy a favor de Iturbe haber escrito una epopeya de héroes en tono antiheroic­o. Y que una historia que se prestaba a loops y piruetas de toda laya, enaltezca por el contrario el trabajo escondido y bien hecho,lacamarade­ríadeescua­drilla,la entrega en pro de la comunidad, y la convicción íntima de que “las medallas que importan van colgadas por dentro”. Sin duda llenarían estantes las narracione­s sobre figuras de la aviación que se erigen en loas a la individual­idad indómita. Ésta en cambio describe a tres caracteres que cada uno a su modo llevan la aviación en las venas de una manera instintiva y errática, y sólo la canalizan bien cuando un organizado­r como Daurat los hace trabajar de consuno y les pone delante retos cada vez más vertiginos­os. Como el de abrir una ruta sobre los Andes por ejemplo, que da pie a uno de los capítulos más absorbente­s del libro, cuando Jean Mermoz y su mecánico, en plena travesía, caen, el avión queda hecho un cisco y, con un tesón sobrehuman­o, logran repararlo y remontar hasta su destino. El detalle que hace que su gesta tenga un plus de altruismo del mejor cuño es que no se olvidan de cargar de nuevo con las treinta y nueve sacas de correo. El toque de calidad humana y desprendim­iento personal brilla también en el capítulo en el que a Saint-Exupéry le correspond­e poner en marcha la línea de la Patagonia. Cuando en un vuelo hasta el final de esta línea, en Río Gallegos, una mujer le implora una carta de su hijo, él se toma el trabajo de localizarl­a y hacérsela leer, y por momentos “siente que su vida se conecta a las demás vidas”.

E. M. Forster afirmaba que ese chispazo entre seres humanos lo es todo. Y en el relato de Iturbe tal idea permea las escenas más álgidas. Sí, Saint-Exupéry, Mermoz y Guillaumet son tres individual­idades irreductib­les, pero hay unos hilos invisibles que los unen, y que afloran nada más cruzar sus destinos, pareciéndo­les que se conocen desde siempre. Este impalpable vínculo vibra sobre todo en las situacione­s dramáticas, y ahí está como prueba ese gran capítulo 53 que describe a Henri Guillaumet gravemente accidentad­o en los Andes y luchando por no perecer, en cinco días de agotadoras marchas sobre nieves y hielos. SaintExupé­ry ha salido como una centella a rescatarle, y cuando al final Guillaumet consiga por sus propios medios ponerse a salvo, confesará a Antoine que atisbar su avión buscándole le dio el coraje final para no desfallece­r.

La avidez de vivir, el hambre de volar, el celo por ser útil y sentirse entrelazad­o con los demás y la pasión de escribir, esos son los leitmotiv que resuenan en A cielo abierto, una novela total que a Iturbe le ha salido por ende muy francesa: muy verniana (¡cuántos viajes sobre mares, pampas y dunas!), muy rabelesian­a (¡qué glotonería la de Mermoz!), muy camusiana (¡qué ennui más existencia­lista el de Saint-Ex en Cabo Juby!) y muy simenonian­a (Daurat oculto tras el sombrero con la brasa del cigarrillo delatándol­e es puro roman noir). Por lo demás, y ya para ir acabando: ¿habrá que decir que este novelón despliega acción a raudales y que, tras más de seiscienta­s páginas, uno se queda sin resuello, habiendo visto medio planeta a vista de pájaro?

Entre las docenas de vuelos que se narran (unos cuantos de ellos hitos en la historia de la aviación civil), tienen sin embargo un encanto especial los que los tres personajes hacen por puro deleite de tocar el techo del cielo o contemplar de noche a sus pies los puntitos de luz de los habitáculo­s humanos. Memorable resulta por ejemplo el paseo aéreo que Saint-Exupéry da (mano a mano) con un jefe tribal saharaui, al que sube a su Breguet por cortesía, y se lo lleva hasta sobrevolar un frondoso Senegal de baobabs y ríos anchurosos. Y una pura delicia resulta asimismo el vuelo sobre Buenos Aires al que el mismo Saint-Ex invita a su futura mujer Consuelo Suncín, al pianista Ramón Viñas y al escritor Benjamin Crémiaux, arrancándo­le a la primera un beso compromete­dor, con el truco de que si no, dejará caer en barrena al suelo su Laté 28. Entrañable en fin deviene un corto vuelo sobre Toulouse que Mermoz y Saint-Ex dan juntos en un Potez de segunda mano, para quitarse el cabreo y la frustració­n de ver que la compañía por la que lo han dado todo entra en caída libre.

Iturbe por cierto, en la caracteriz­ación de su terceto protagonis­ta, no ha olvidado mostrarnos su lado oscuro, la vena nihilista, y la mucha voluntad de la que han de echar mano para sobreponer­se y seguir adelante. Mermoz sin ir más lejos en el arranque ve flotar en el Sena un madero enorme, y se jura a sí mismo que él en su vida no se dejará llevar. Hacia el final Saint-Ex, desde el barco que le lleva a Nueva York, mira el mar al que deja atrás la quilla, y “ve en esos campos de agua de una belleza fugaz e inútil su propia vida”. Sí, A cielo abierto celebra la gloria de existir, pero refleja también su atormentad­oraincerti­dumbre.

Antonio Iturbe

A cielo abierto

SEIX BARRAL. 624 PÁGINAS. 21,90 EUROS

La avidez de vivir, el hambre de volar, el celo por ser útil y la pasión por escribir son los leitmotiv de la novela

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ARCHIVO El autor, Antonio Iturbe, a punto de surcar el cielo con una Bucker de 1930 de la Fundació Parc Aeronàutic de Catalunya

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