Recuerdos de Tavernier
Un viaje personal por el cine francés
Lejos de un afán analítico y revisionista, la obra rescata la propia memoria cinéfila y también la colectiva
Bertrand Tavenier El prestigioso director explora, con una mezcla de erudición, amenidad y didactismo, sus recuerdos cinéfilos en el documental ‘Las películas de mi vida’, que recorre cuatro décadas de cine francés
Antiguo crítico en las páginas de
Télérama, Positif o Cahiers du Cinéma, cineasta solvente y cinéfilo contumaz, Bertrand Tavernier (Lyon, 1941) vuelca en su documental Las películas de mi vida todo su amor por el cine francés que más le ha marcado, situando en primer plano al espectador admirado y asombrado que un día fue y que, como todo director que se precie, nunca ha dejado de ser. A la manera de lo que hiciera Martin Scorsese en Un viaje personal a través del cine americano (1995) y en
Mi viaje a Italia (2001), su trabajo no se pretende historiográfico, sino que se configura como una travesía sentimental y, por tanto, no exenta de subjetividad y de asumida parcialidad, otorgando el protagonismo a aquellos títulos, realizadores, intérpretes o momentos cinematográficos que más influyeron en la consolidación de su vocación y en su etapa formativa. Por algo este extenso documental se centra en el período del cine francés comprendido entre los años treinta e inicios de los setenta, justo antes de que Tavernier debutara en la dirección de largometrajes con El relojero de Saint Paul (1973). Con una sabia mezcla de erudición, amenidad y afán didáctico, Tavernier presenta y acompaña con su voz en off una sucesión de fragmentos de películas y de imágenes de archivo a menudo curiosas. Pronto se advierte que no estamos ante un mero ejercicio nostálgico, sino ante un sincero deseo de transmitir emoción, de comunicar las sensaciones experimentadas ante el descubrimiento de unas imágenes que perduran en una memoria individual pero que, en buena medida, se corresponden asimismo con una cierta memoria colectiva. No faltan a la cita los ineludibles Jean Vigo, Marcel Carné, Jean Renoir, Robert Bresson, Jean-Pierre Melville, François Truffaut o Jean-Luc Godard, por citar sólo a algunos de los muchos nombres invocados, pero el autor aprovecha la ocasión para reivindicar a determinados realizadores con frecuencia denostados por la crítica, caso de Jean Sacha, Henri Decoin o Jean Delannoy.
Aunque hay dos cineastas a los que Tavernier profesa un especial
afecto y a los que ofrece la dedicatoria principal de su trabajo. Se trata de Jacques Becker y Claude Sautet, dos maestros un tanto olvidados y que merecen sin duda ser conocidos por las nuevas generaciones. Si el primero fue asistente de Jean Renoir y ejerció como claro enlace ético y estético entre su mentor y los futuros componentes de la nouvelle vague, el segundo proyectó el legado de Becker hacia su propia época. Ambos cineastas tenían en común su manera genuinamente francesa de filtrar las influencias norteamericanas (tanto fílmicas como musicales), su habilidad para captar el pulso de su tiempo, su sobriedad y precisión en la puesta en escena y en la dirección de actores, y, sobre todo, su empatía hacia sus personajes, a los que nunca supeditan a la pura mecánica de la historia narrada.
Dado que no sólo de directores vive el cine, el documental reserva su espacio para el elogio de diversos intérpretes y técnicos. Destaca, por ejemplo, su afectuoso recuerdo hacia las inefables cintas de serie B protagonizadas por Eddie Constantine, así como su entrañable semblanza de Jean Gabin, la estrella que paseó su carisma durante todas estas décadas del cine galo. No faltan las cariñosas alusiones a ese indómito productor que fue Georges de Beauregard, cómplice de tantos innovadores, y tampoco hay olvido para músicos como Maurice Jaubert o Joseph Kosma, entre otros, quienes contribuyeron de modo decisivo a la capacidad de hechizo de muchas de las películas evocadas.
Comprobadas algunas ausencias flagrantes –Jacques Tati, Eric Rohmer, Jean Eustache y un considerable etcétera– y su contraste con la presencia de algunas obras generalmente consideradas menores, podría pensarse si el documental responde a una óptica revisionista del cine francés, tendencia bastante en boga hoy en día. Pero creo que sería injusto atacar a Tavernier por ese flanco. Lejos de un afán analítico y auténticamente revisionista, en este documental priva el ya aludido deseo de rescatar la propia memoria cinéfila, con la lógica consecuencia de la combinación de obras y figuras incuestionables con otras muy vinculadas a unas vivencias personales e intransferibles. A fin de cuentas, Las
películas de mi vida supone, entre otras cosas, una reafirmación de que cada uno tiene todo el derecho a cultivar y promover sus propios mitos.
Más allá de reconocer en la mirada de Tavernier buena parte de mi propia mirada como cinéfilo afrancesado, más allá también de las omisiones o incluso de las ligeras discrepancias, viendo Las películas de mi vida a uno le viene a la mente la encomiable facilidad del cine francés para establecer genealogías, para crear corrientes artísticas y temáticas que evolucionan con el paso de los años pero que responden a una idiosincrasia profunda, arraigada y, por ello mismo, muy identificable. Todo esto redunda en la capacidad del cine galo para engendrar una mítica en torno a su historia, para relatarse a sí mismo desde la coherencia, pero también en su habilidad para permitir la cohabitación de géneros y estilos dispares, desde las apuestas de autor más radicales hasta las producciones más populares y claramente orientadas hacia la comercialidad, sin olvidar un cine más central, a la vez autoexigente en sus planteamientos estéticos y deseoso de encontrar a un público mayoritario.
Todavía hoy esa riqueza de contrastes y su protección desde las altas instancias políticas se mantienen como en ninguna otra cinematografía, aunque convendría introducir un matiz: en estos últimos lustros, el cine de autor y el de vocación comercial tienden cada vez más a la polarización, en detrimento del tradicional naturalismo y de ese cine que compaginaba el rigor y el anclaje en la realidad con el deseo de seducción del espectador. ¿Dónde está, hoy en día, el equivalente a un Claude Sautet del siglo XXI? La ausencia de respuesta posible constituye el indicio de un vacío que comienza a revelarse inquietante.