RETRATO ÍNTIMO DE SALVADOR PÁNIKER
Un perfil del pensador con motivo de su diario póstumo
He leído que Salvador Pániker no pudo ver impresa su obra póstuma, Adiós a casi todo, que justo aparece en librerías esta semana. No es correcto. Dos días antes de su fallecimiento (el pasado 1 de abril) le llegaron los ejemplares de autor. Y, así, pudo completar el círculo que lo mantuvo en pie el último año de su vida. En sus meses postrimeros no hizo otra cosa que leer, escribir y corregir. En repetidas ocasiones había dicho que su escritura era una forma de autoterapia. Ahí va, por tanto, la mía propia.
Las remembranzas de infancia constituyen los recuerdos por antonomasia. El resto son variaciones sobre esos ecos. Bueno, no vamos a hacer de ello un apotegma universal, pero ya me entienden. Pues bien, entre pinos y sabinas mediterráneos, veo una sonrisa infinita y una peca en el ojo (cosas en las que se fijan los niños). Me llamaba cariñosamente botichava, una corrupción de bodhisattva (por entonces, puro significante para mí). Esa especie de mantra se convertiría en uno de nuestros –escasos, ciertamente– canales de complicidad durante mi infancia.
Otro recuerdo tiene que ver con una doble puerta cerrada con pestillo. Lo intuía rodeado de sus folios mecanografiados, pilas de libros, medicamentos, más libros subrayados a lápiz, agua de Vichy, casetes, periódicos, el monasterio tras el ventanal… o sea, inmerso en su desorden generativo. El padre ausente. Podía escucharlo carraspear y teclear con firmeza. Las carpetas de anillas donde archivaba los escritos tenían enigmáticas etiquetas: “Pluralismo”, “Asimetrías”, “Ejercicio para cuarenta años”, “Genealogía (de la lucidez)”, etcétera.
Salvador era, asimismo, el señor angustiado del ceño fruncido. Un ser frágil que, sin embargo, se sentaba junto al piano para improvisar frenéticas escalas bachianas. (Hete aquí otro canal de complicidad con sus hijos e hijas, y el que, de todo su legado, más huella dejaría en mí: su sensibilidad musical.) Por cierto que sus escritos sobre música constituyen algunos de los más exquisitos fragmentos literarios que nos ha
regalado. Salpican todos sus libros, aunque con mayor profusión los dietarios (Cuaderno amarillo, Variaciones 95, Diario de un
anciano averiado, etcétera). Ante todo, Salvador era alérgico a la superficialidad, lo mediocre y lo banal. Léase su obra periodística y de ensayo, rememoren sus modales de gentleman, las casas que hizo construir y habitó, las entrevistas que concedió, escuchen su canon musical, sus ideas políticas y apolíticas. Se le ha tildado de elitista, con fama de millonario (y durante un tiempo lo fue, lo que le permitió vivir sin ansiedades logísticas, incluso cuando dejó de serlo), pero lo cierto es que su inclinación por lo profundo, lo complejo o lo bello entronca con una personalidad hipersensible, una innata vocación filosófica y su consabida genealogía híbrida (el nen petit de
Lo intuía rodeado de folios, pilas de libros, medicamentos, agua de Vichy, casetes, periódicos...
una pianista de la burguesía catalana y de un simpático químico y
businessman indio). Su espontaneidad literaria y su filosofía de vida brotan de la sensación de maravilla (la thaumázein de los griegos) cuando nota que se ecualiza –ya de niño– con las suites de Bach o el Chopin que interpretaba su madre, al reflexionar sobre la paradoja del Ser o el no-Ser, ídem del tiempo, o a propósito de su dios-cómplice (una disminución intimista del defenestrado Dios-Padre). Tiene asimismo que ver con la fascinación por aquellos ojos verdes (de quien sería su esposa, Nuria), la tierna complicidad con sus hijas Mónica y Ana, o con su círculo de amistades, y la recurrente preocupación por sus carencias de salud. La filosofía panikeriana de la complejidad, la hibridez, el pluralismo, el margen y la retroprogresión tiene que ver con todo eso. Y más.
La realidad es multidimensional, sostenía Pániker. Las cosas no pueden reducirse a causas últimas (religiosas, físicas, metafísicas, económicas, psicológicas…). De ahí su radical pluralismo. Un relativismo que, no obstante, incluye firmes convicciones. Un enfoque que reconfigura permanentemente su ángulo de visión de suerte que le permite canalizar su vena escéptica y a la vez mística; en otras palabras, plasmar su apabullante lucidez y sensatez intelectual. De donde su agnosticismo místico, como él gustaba designar; que trasluce al desertar –tras su crisis existencial de principios de los años sesenta, tal y como cuenta en su autobiográfico
Primer testamento– de las iglesias establecidas y las ideologías en boga. Salvador lo contó en muchas ocasiones: “Mientras mis colegas descubrían la lucha de clases, yo descubría que era medio indio”.
A medida que transcurren los años, se aleja de formulaciones absolutas y de las grandes mayúsculas de las que aborrecía: Dios, el Estado, la Nación, el Logos, el Progreso, la Perfección, etcétera. Eso es algo muy patente en Asimetrías y en sus diarios. Ya no hay grandes síntesis y narrativas. La autoterapia literario-intelectual ha funcionado. Su estilo se torna más poético, gana en ironía y finura intelectual, perfecciona su prosa entrecortada y directa. Filosóficamente, combina pragmatismo y no-dualismo. Y derrocha sentido del humor. Por todo ello, la intelectualidad hispana siempre lo miró con cierta desconfianza.
Al fin y al cabo, la miopía imperante ha visto con incomprensión a aquellos que, como Salvador, hurgaron en la ciencia o en las tradiciones contemplativas de eso que llamamos Oriente. Para él, sin embargo, es precisamente en el abordaje advaita (no-dualista) donde se insinúa el origen (léase su Aproximación al origen); es decir, la forma de ver y estar en el mundo previas a la fisura (la ruptura con la no-dualidad originaria). En su terminología: “La mística como subsuelo de la filosofía”. De donde su interés por la antigua espiritualidad hindú de las Upanishads y su cercanía al
Su inclinación por lo profundo, lo complejo o lo bello entronca con una personalidad hipersensible