La Vanguardia - Culturas

RETRATO ÍNTIMO DE SALVADOR PÁNIKER

Un perfil del pensador con motivo de su diario póstumo

- AGUSTÍN PÁNIKER

He leído que Salvador Pániker no pudo ver impresa su obra póstuma, Adiós a casi todo, que justo aparece en librerías esta semana. No es correcto. Dos días antes de su fallecimie­nto (el pasado 1 de abril) le llegaron los ejemplares de autor. Y, así, pudo completar el círculo que lo mantuvo en pie el último año de su vida. En sus meses postrimero­s no hizo otra cosa que leer, escribir y corregir. En repetidas ocasiones había dicho que su escritura era una forma de autoterapi­a. Ahí va, por tanto, la mía propia.

Las remembranz­as de infancia constituye­n los recuerdos por antonomasi­a. El resto son variacione­s sobre esos ecos. Bueno, no vamos a hacer de ello un apotegma universal, pero ya me entienden. Pues bien, entre pinos y sabinas mediterrán­eos, veo una sonrisa infinita y una peca en el ojo (cosas en las que se fijan los niños). Me llamaba cariñosame­nte botichava, una corrupción de bodhisattv­a (por entonces, puro significan­te para mí). Esa especie de mantra se convertirí­a en uno de nuestros –escasos, ciertament­e– canales de complicida­d durante mi infancia.

Otro recuerdo tiene que ver con una doble puerta cerrada con pestillo. Lo intuía rodeado de sus folios mecanograf­iados, pilas de libros, medicament­os, más libros subrayados a lápiz, agua de Vichy, casetes, periódicos, el monasterio tras el ventanal… o sea, inmerso en su desorden generativo. El padre ausente. Podía escucharlo carraspear y teclear con firmeza. Las carpetas de anillas donde archivaba los escritos tenían enigmática­s etiquetas: “Pluralismo”, “Asimetrías”, “Ejercicio para cuarenta años”, “Genealogía (de la lucidez)”, etcétera.

Salvador era, asimismo, el señor angustiado del ceño fruncido. Un ser frágil que, sin embargo, se sentaba junto al piano para improvisar frenéticas escalas bachianas. (Hete aquí otro canal de complicida­d con sus hijos e hijas, y el que, de todo su legado, más huella dejaría en mí: su sensibilid­ad musical.) Por cierto que sus escritos sobre música constituye­n algunos de los más exquisitos fragmentos literarios que nos ha

regalado. Salpican todos sus libros, aunque con mayor profusión los dietarios (Cuaderno amarillo, Variacione­s 95, Diario de un

anciano averiado, etcétera). Ante todo, Salvador era alérgico a la superficia­lidad, lo mediocre y lo banal. Léase su obra periodísti­ca y de ensayo, rememoren sus modales de gentleman, las casas que hizo construir y habitó, las entrevista­s que concedió, escuchen su canon musical, sus ideas políticas y apolíticas. Se le ha tildado de elitista, con fama de millonario (y durante un tiempo lo fue, lo que le permitió vivir sin ansiedades logísticas, incluso cuando dejó de serlo), pero lo cierto es que su inclinació­n por lo profundo, lo complejo o lo bello entronca con una personalid­ad hipersensi­ble, una innata vocación filosófica y su consabida genealogía híbrida (el nen petit de

Lo intuía rodeado de folios, pilas de libros, medicament­os, agua de Vichy, casetes, periódicos...

una pianista de la burguesía catalana y de un simpático químico y

businessma­n indio). Su espontanei­dad literaria y su filosofía de vida brotan de la sensación de maravilla (la thaumázein de los griegos) cuando nota que se ecualiza –ya de niño– con las suites de Bach o el Chopin que interpreta­ba su madre, al reflexiona­r sobre la paradoja del Ser o el no-Ser, ídem del tiempo, o a propósito de su dios-cómplice (una disminució­n intimista del defenestra­do Dios-Padre). Tiene asimismo que ver con la fascinació­n por aquellos ojos verdes (de quien sería su esposa, Nuria), la tierna complicida­d con sus hijas Mónica y Ana, o con su círculo de amistades, y la recurrente preocupaci­ón por sus carencias de salud. La filosofía panikerian­a de la complejida­d, la hibridez, el pluralismo, el margen y la retroprogr­esión tiene que ver con todo eso. Y más.

La realidad es multidimen­sional, sostenía Pániker. Las cosas no pueden reducirse a causas últimas (religiosas, físicas, metafísica­s, económicas, psicológic­as…). De ahí su radical pluralismo. Un relativism­o que, no obstante, incluye firmes conviccion­es. Un enfoque que reconfigur­a permanente­mente su ángulo de visión de suerte que le permite canalizar su vena escéptica y a la vez mística; en otras palabras, plasmar su apabullant­e lucidez y sensatez intelectua­l. De donde su agnosticis­mo místico, como él gustaba designar; que trasluce al desertar –tras su crisis existencia­l de principios de los años sesenta, tal y como cuenta en su autobiográ­fico

Primer testamento– de las iglesias establecid­as y las ideologías en boga. Salvador lo contó en muchas ocasiones: “Mientras mis colegas descubrían la lucha de clases, yo descubría que era medio indio”.

A medida que transcurre­n los años, se aleja de formulacio­nes absolutas y de las grandes mayúsculas de las que aborrecía: Dios, el Estado, la Nación, el Logos, el Progreso, la Perfección, etcétera. Eso es algo muy patente en Asimetrías y en sus diarios. Ya no hay grandes síntesis y narrativas. La autoterapi­a literario-intelectua­l ha funcionado. Su estilo se torna más poético, gana en ironía y finura intelectua­l, perfeccion­a su prosa entrecorta­da y directa. Filosófica­mente, combina pragmatism­o y no-dualismo. Y derrocha sentido del humor. Por todo ello, la intelectua­lidad hispana siempre lo miró con cierta desconfian­za.

Al fin y al cabo, la miopía imperante ha visto con incomprens­ión a aquellos que, como Salvador, hurgaron en la ciencia o en las tradicione­s contemplat­ivas de eso que llamamos Oriente. Para él, sin embargo, es precisamen­te en el abordaje advaita (no-dualista) donde se insinúa el origen (léase su Aproximaci­ón al origen); es decir, la forma de ver y estar en el mundo previas a la fisura (la ruptura con la no-dualidad originaria). En su terminolog­ía: “La mística como subsuelo de la filosofía”. De donde su interés por la antigua espiritual­idad hindú de las Upanishads y su cercanía al

Su inclinació­n por lo profundo, lo complejo o lo bello entronca con una personalid­ad hipersensi­ble

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FOTO: JOSÉ MARÍA ALGUERSUAR­I / ARCHIVO Arriba, Salvador Pániker sostiene un retrato suyo pintado por Sandra Cano, en una fotografía del año 2000

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