‘Glow’: retorno a los 80
Serie TV La penúltima producción de Netflix revisita los años 80 a través de la preparación y el rodaje de un programa de lucha libre femenina. Se trata de capítulos de treinta minutos que basculan entre el drama y la comedia
Drama y comedia en torno a la lucha libre femenina
G.L.O.W. son las siglas de Gorgeous
ladies of wrestling, un programa de los años 80 que trasladó ese teatro sobreactuado que es la lucha libre no deportiva a los cuerpos y las historias de un grupo de mujeres.
La serie que estrenó Netflix el pasado mes de junio, creada por Liz Flahive y Carly Mensch, con Jenji Kohan como productora, ficcionaliza el rodaje de capítulos parecidos a aquéllos. La serie termina, de hecho, en el momento en que se emite el primero, como si la ficción nos mostrara todo aquello que supuestamente ocurrió antes de lo que se vio en antena y ahora se encuentra en YouTube. El backstage de todo aquel pressing catch en femenino, de aquella sucesión de mamporros y acrobacias, dramatizados gracias a unas narrativas muy esquemáticas, bien atadas a los bajos instintos.
Sam Sylvia (Marc Maron), director de películas de serie B, es quien acepta coordinar tan estrambótico proyecto, financiado por un niño de mamá y protagonizado por un variopinto elenco sin experiencia. Pero las actrices aficionadas, las luchadoras de cartón piedra, a copia de esfuerzo y de fe, acabarán convirtiéndose –qué duda cabe– no sólo en un presentable grupo de teatro gimnástico, sino también en una gran familia.
A partir sobre todo de la rivalidad personal entre las dos protagonistas, Ruth Wilder (Alison Brie) y Debbie Eagan (Betty Gilpin), amigas hasta que una se acuesta con el marido de la otra, quienes en el ring encarnarán respectivamente a Zoya the Destroya (parodia de luchadora rusa hipercomunista) y a Liberty Belle (superamericana defensora del estilo de vida yanqui),
G.L.O.W. va construyendo un tejido de destinos cruzados, donde todas las razas y sensibilidades están bien representadas. En efecto: al estilo de Orange is the new black, pero en un motel, un almacén y un teatro de los mismos años en que se ambientan series recientes como
The Americans o Stranger things. Cambian lo escenarios pero no la fórmula: la sociedad plural norteamericana, donde conviven en tensión etnias, religiones y estéticas muy distintas, a menudo contradictorias, puede resultar graciosa cuando se encierra a un grupo de representantes de cada realidad en un micromundo más o menos claustrofóbico.
Las luchas simuladas se sobreimprimen a las reales. Cuando esos personajes ensayan sus codazos y sus brincos y sus caídas y sus humillaciones, esos conflictos performativos se dibujan sobre el horizonte de dos grandes conflictos históricos: el de la Guerra Fría y el de la reivindicación definitiva de los derechos de la mujer. No es casual que la dirección y el dinero recaigan en manos de hombres. Por eso me parece erróneo hablar automáticamente de nostalgia cuando se presenta una serie de ambientación ochentera. Nadie en su sano juicio echa de menos esos tiempos todavía más desiguales que los nuestros. Por no hablar de la ropa y los peinados.
En el mejor capítulo de G.L.O.W.
(el octavo) se nos recuerda lo difícil que era en los años 80 hacerse un
test de embarazo. La tecnología médica y la lúdica (un robot que dispensa bebidas, drogas y saludos) tampoco apuntan hacia el sentimiento de nostalgia, sino más bien hacia una arqueología, una reconstrucción de las fases que nos han conducido a nuestra actual relación con las tecnologías cotidianas. En ese sentido, que una serie fabule la producción de un programa televisivo refuerza la idea de que la televisión, ahora divorciada del televisor, se está volviendo cada vez más autoconsciente. Más que nostalgia de un pasado, la pantalla lista está interesada en examinar ese pasado. La infancia del camino que la ha conducido hasta su actual momento de esplendor.