El otro Murillo
Este año se cumple el cuarto centenario del pintor sevillano, un artista aún encasillado como beato y cursi. Sin embargo, fue protagonista de la revolución pictórica del arte profano y en sus cuadros se esconde un inesperado aire de sensualidad
No solo pintó ángeles y santos, también plasmó pícaros y vida cotidiana. Sevilla le recuerda
Diciembre de 1617. Arriban galeras al puerto de Sevilla. El cielo parece pintado con azul de ultramar y las nubes con ese albayalde de Venecia que era el pan de la pintura. Un verde cobre matiza los árboles cercanos al Arenal y las luces del atardecer llenan de un pigmento de carmín de Indias el sol que se oculta en Triana. Muy cerca de allí, en una casa junto al convento de San Pablo, acaba de nacer Bartolomé Esteban Murillo, el artista que atrapará en sus lienzos todos estos colores para narrar la historia de su época. Toda Sevilla parece iluminada por una luz diferente. Comienza la leyenda.
Este año se cumplen los cuatrocientos años del nacimiento del pintor (Sevilla, 1617-1682) y su ciudad natal se ha volcado con la celebración. Murillo es uno de los grandes artistas barrocos, un pintor que revolucionó la pintura por su forma de contar la religiosidad de la época y también con sus cuadros de costumbres. Durante siglos fue uno de los más famosos maestros de la pintura y sus lienzos cuelgan hoy en los principales museos del mundo. Sin embargo, su figura fue apagándose a finales del siglo XIX hasta que termina clasificado como un artista blando y cursi. Ahí están las décadas de repetición y de falseamiento de su pintura en banales estampitas de santos, en almanaques y en cajas de dulces de membrillo. El nacionalcatolicismo atrapará el imaginario de su pintura religiosa hasta convertirla en un kitsch para devocionarios. Pero ¿es ése el verdadero Murillo?
La conmemoración de los cuatrocientos años de su nacimiento pretende revisar esta idea deformada. En los últimos tiempos muchos investigadores han mostrado una idea más compleja y real de un