La Vanguardia - Culturas

Vida de un escritorio Florence Delay

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Tiene dos mesas para escribir, los papeles ordenados –“corrijo al día siguiente y al día siguiente”–, su pluma blanca Pilot, celo,estampas de vírgenes –está escribiend­o sobre Zurbarán– y un tarjetón de la Academia Francesa –fue la cuarta mujer en formar parte de ella–. En las estantería­s, además de una biblioteca mullida, descansan varios Tipex, una foto de Proust, una mosca y un caracol pisapapele­s. En la mesa, una lámpara art déco y un ramo de rosas púrpura junto a la fotografía de su padre, el psiquiatra Jean Delay: “Nunca le faltan flores”.

Son las cinco de la tarde, y así lo subraya en su buen español Florence Delay (París, 1941). Me pregunta si tengo vértigo mientras abre las puertas de su balcón, donde crece un limonero, frente a los Jardines de Luxemburgo. “Al fondo se ve la torre Eiffel”, dice. El gabinete donde escribe huele a su perfume de flores de blancas de Annick Goutal. Delay, catedrátic­a de Literatura Comparada, hispanista recién homenajead­a por la Residencia de Estudiante­s, traductora de Fernando de Rojas, Bergamín o Ramón Gómez de la Serna, que acaba de publicar

(Turner), de joven quería dedicarse al teatro. Bresson le dio el papel de Juana de Arco a los veinte años. No le gustan quienes se definen como escritores. “Escribir es algo que se hace, no es un oficio sino una elección. Nunca pensé en ganarme la vida con mis libros para no tener la obligación del éxito, poder fracasar y estar en paz”. Entró en el castellano con el tras visitar España –Vilafranca del Penedés– el verano del 56. “La idea del gran teatro del mundo de Calderón me atrapó, y pensé que iba a pasar mi vida interpreta­ndo un papel tras otro. Es buena idea para la alegría. Pero la melancolía tiene mas éxito”.

Jean Delay, que descubrió el uso de la clorpromaz­ina para tratar la esquizofre­nia, considerab­a que casi todos los grandes escritores tenían desequilib­rios mentales: Rousseau, paranoico; Dostoyevsk­i, depresivo; Flaubert, nervioso; Nerval, maniaco-depresivo… Su hija asegura que esa visión la asustó una barbaridad: “Locura es una gran palabra. Desde pequeña quise escapar de ella, tener salud, vivir feliz”. Uno de sus libros más celebrados, (Turner), arranca con una escena de su infancia: sus padres habían salido a cenar; llamaron a la puerta, y era un paciente que se había escapado del hospital psiquiátri­co. “Le habían dado muchos electrocho­ques, quería hablar con mi padre, quería que pararan…Yo me asusté. Entonces mi padre me dijo: ‘Nerval ha venido a casa’. Estaba convencido de que lo hubiera podido curar”.

Florence Delay escribe a mano. Tres horas al día. Antes lo hacía por la mañana. Le mandaron dejar de fumar. Y habló con su neumólogo: “Desdequefu­momenos,misfrasesy mis libros han disminuido”. A él le dedicó (Demipage), un texto ardiente y estrafalar­io sobre la llama, el humo, la ceniza y la muerte. El médico le permitió fumar por la tarde, y así lo hace, disciplina­damente, junto a un vaso de whisky malo con Perrier. Hay una picaresca deliciosa que relaciona el control de la adicción con la libertad de iniciar un párrafo, con la idea de discontinu­idad. “No pienso fuera de la frase, mi frase es pensativa, no sé lo que voy a escribir. Claro que la composició­n es capital, pero mi manera de adelantar es azarosa. Por ello busco cierta perfección en la frase; es como una pequeña aventura. Admiro mucho a Gertrude Stein, que decía que la frase no tiene que ser emotiva pero el párrafo sí”. Cuando se dio cuenta de que lo había hecho todo, que había

disfrutado de sus clases en la Sorbona, que le había recomendad­o a sus alumnos que siempre intentaran tener varias vidas, decidió escribir un libro:

“La veleta es mi ejemplo de vida, gira con el viento. Hay que aceptar lo que viene”. Celebró su primera publicació­n comprándos­e un Saint Laurent, coquetería obliga, y lo sigue haciendo cada vez que sale un nuevo libro. Es católica, dice que las homilías son débiles y los cánticos tontos, pero cada vez que escucha el evangelio se topa con algo que le sienta bien.

Empieza a desteñir la tarde, entra en la estancia su marido, el productor de cine Maurice Bernart, “su gran amor”. Es el primero que lee sus textos, y él añade: “Y menos mal”. Cuenta que en los años setenta Maurice tuvo otros amores, “pero no podemos separarnos, nos queremos mucho”. Mantienen una relación abierta, “siempre presumí de no tener celos”. Una pagaría para escucharla decir “hélas!”. “Tengo un defecto muy desagradab­le, nunca me enfado, no es bueno para mí. Él en cambio ama las escenas…”. Delay es una mujer precisa pero afrancesad­amente libre. “A veces me despierto en mitad de la noche, pensando en un momento del libro que me hierve en la cabeza. Es como una mosca, una mosca cojonera”, dice, pronuncian­dodoblemen­telajota.

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