Jaume Vicens Vives, un puente cultural
capacidad para meterse en la piel del interlocutor y su personalidad inclusiva no cuadran demasiado con el ambiente polarizado en el que, desgraciadamente, parece haber quedado reducido el debate político y cultural en la actualidad.
En este artículo me propongo revisitar su que contiene valiosos códigos para descifrar el atolladero en el que se halla metida actualmente nuestra sociedad y, más importante todavía, algunas de las claves para salir de él. Este ensayo es un magnífico tratado de psicología colectiva, sobre Catalunya y los catalanes, basado en la palmaria experiencia histórica más que en especulativas disquisiciones teóricas.
Vicens arguye en el arranque del libro que “había que hacer un esfuerzo para conocernos a nosotros mismos antes de pasar a proyectos definidos, a realizaciones concretas” (p. 19). Enmarca la existencia deCatalunyaenclaveeuropeaehispana: pertenecemos a la primera por filiación directa desde los tiempos carolingios y a la segunda por la experiencia histórica compartida. El catalán es un “hombre de frontera”, ya que el lanzamiento histórico de Catalunya se realizó desde la plataforma de la Marca Hispánica, la parte transpirenaica del reducto europeo carolingio.
Y la Marca es un corredor. Esto conlleva una doble enseñanza, que explica buena parte de su historia: la habilidad de los catalanes para regenerar continuamente su propia identidad a base de la asimilación de muy diversas culturas y “el permanente éxtasis cultural transpirenaico” (p. 32).
La entidad de “pueblo de corredor” nos ha hecho además propensos “a las negativas intransigentes y las claudicaciones afectivas, a los odios primarios y los abrazos cordiales” (p. 33). Esto conecta con otra de las grandes enseñanzas de la historia de los catalanes: su extraordinaria (y muchas veces, dolorosa) capacidad de pasar, sin solución de continuidad, de un pactismo algo acomodaticio (el a una tendencia al radicalismo, muchas veces intransigente y autodestructiva (la El nos lleva a retener “avaramente nuestras emociones, incluso las más finas, por no comprometer las posibilidades inmediatas de paz o prosperidad” (p. 231). La “es la justificación histórica del todo o nada, la negación del ideal de compromiso y paczón” to dictado por el colectivo” (p. 233). La actitud del es lo habitual; las son transitorias: “Después de la riada, canalizamos las aguas y rehacemos los huertos” (p. 233): lo esencial aquí es dictaminar qué es lo que se puede salvar y qué es lo que se ha perdido definitivamente después de uno de esos ataques de Cuando el y la se concatenan (cosa que ha sucedido en diversas ocasiones en la historia de Catalunya) constituyen como un bucle del que es difícil salir, y llegan al mismo callejón sin salida: “El sentimentalismo de la añoranza y la hipercrítica del vapuleo son los caminos más llanos para llegar a la ruptura” (p. 235).
Por un lado, Catalunya debe ser consciente de que ha habido demasiados momentos en su historia en los que se ha dejado arrastrar por ese carácter bondadoso, algo ingenuo, y con una acusada resistencia –casi timorata– a no generar ningún tipo de tensión manifiesta. Esto ha generado una pérdida de oportunidades históricas, porque “generalmente hemos dicho ‘¡basta!’ en el peor momento, cuando la coyuntura nos era desfavorable, cuando había pasado el punto dulce de nuestra fuerza o nuestra ra- (p. 236). Por el otro lado, ha habido otros momentos históricos, quizás más puntuales pero no menos demoledores, en los que la ruptura radical ha aparecido como la única salida, y en los que el vandalismo revolucionario ha echado por tierra construcciones pacientemente edificadas durante siglos, como se puso especialmente de manifiesto en la demoledora guerra civil del siglo XV y en los radicalismos ideológicos de las facciones autodestructivas durante la Guerra Civil. Entonces, se ha comprobado con dolor “cómo, de repente, estas cualidades [el y la ponderación] parecen frenadas, e incluso invertidas, por una actitud en la que se mezclan la exasperación y el sentimentalismo, la y el vapuleo. En tales instantes perdemos el sentido de la continuidad, la visión de la justa proporción de las cosas o la exigencia de nuestra responsabilidad en cuanto pueblo que lleva un mensaje.” (p. 226)
Vicens se muestra aquí incluso profético –toda buena narración histórica tiene en cierto sentido un sentido profético– puesto que afirma que, en esos momentos
“todos sabemos que nadie querrá embarcarse con nosotros, tomar parte en las empresas colectivas que proclamemos, si no vencemos de raíz los factores explosivos de nuestro temperamento y eliminamos todo histerismo en los días de responsabilidad suprema” (p. 227). Y concluye su diagnóstico con una frase que hoy adquiere tintes de dramatismo, pero que surge de un ponderado análisis histórico de largo plazo, y por tanto merece la pena por lo menos tener presente en la actual coyuntura: “No hemos sido lo suficientemente fuertes para forjarnos nuestra propia historia; he aquí una gran tragedia colectiva (…). Ya hace cinco siglos que caminamos a tientas, ora conformándonos con un menguado papel de circunscripción provincial, ora queriendo forzar la rueda de la fortuna hacia posiciones singulares de imperialismo político y cultural” (p. 34-35). Como consecuencia, Catalunya se ha balanceado entre “la ufanía pragmática de aceptar un hecho existente” y “el milenarismo de la catástrofe redentora” (p. 195), y Vicens se preguntaba si no habría un punto medio entre estas dos actitudes.
La historia se repite, pero los que no creemos en el fatalismo histórico (Vicens era el primero en sublevarse contra las reacciones melancólicas, victimistas o pasivas ante las dificultades) pensamos que se puede revertir, si aprendemos a leer el libro de la historia: “No una, sino varias veces en el transcurso de nuestra existencia hemos dejado el arma de la causa perdida por la herramienta del trabajo de cada día (…). Es el repliegue del país hacia su refugio más esencial, hacia el trabajo que encierra decepciones y despierta nuevas esperanzas” (p. 64). Pero para poder retomar la herramienta del trabajo necesitamos recuperar la serenidad. Como ha quedado bien patente, Vicens nunca eludió su responsabilidad de intelectual autorizado, poniendo el dedo en la llaga para ayudar a Catalunya a superar su periódica tendencia a la Pero tampoco cayó en la ingenuidad de pensar que el diálogo es sólo cosa de uno. Para ser honestos históricamente, su pasión por tender puentes no se vio demasiado correspondida por la otra parte, aunque él siguió luchando infatigablemente por mejorar las cosas desde su posición. Algo de esto aparece en su otro influyente ensayo,
Vicens se preguntaba si no habría un punto medio entre la ufanía pragmática y la catástrofe redentora
(1952). Pero esto merecería otro artículo que podría llevar por título, “¿QuéesperaríaVicens?”.