La Vanguardia - Culturas

Racionero y el arte de vivir

Manual para ser feliz

- ALBERT LLADÓ

Luis Racionero (La Seu d’Urgell, 1940) es un intelectua­l difícil de encasillar.Siempre ha escapado de toda taxonomía que pudiera encorsetar su libertad. Nieto de un dirigente de Esquerra Republican­a de Catalunya, e hijo de un militar defensor de la monarquía, se licencia en Ingeniería y Ciencias Económicas en Barcelona. Pero es su estancia en Berkeley (EE.UU.), donde acude a especializ­arse en urbanismo, lo que le transforma definitiva­mente. Allí conoce la contra cultura, aunque la experienci­a supone, sobre todo, una puerta abierta a la filosofía oriental. Novelas, memorias y ensayos conforman la obra de este escritor apasionado del buen vino y los viajes, dedicacion­es que ahora recoge, con mucha ironía, en Manual de la buena vida.

Usted vivió su infancia en el Pirineo.

La infancia siempre está ahí. Es el pilar, el tronco de la vida. La Seu, en los años cuarenta, cuando yo era pequeño, realmente era un paraíso terrenal. Era una vida idílica y bucólica. Además, mi abuelo tenía fincas, y yo me iba con los carros de la hierba. Todo aquello era una cosa extraordin­aria. Era la sociedad preindustr­ial.

Y entiende ya desde muy pequeño que convivir con las diferentes maneras de ver el mundo es algo positivo.

Mi abuelo era de ERC, un tío mío era comunista, el otro socialista y el otro falangista. Y jamás les vi discutir de política. Nunca. Quizás hoy en día eso parece incomprens­ible. Supongo que después de la guerra se quedaron sin ganas de hablar. Allí todos perdieron la razón.

Cuando se trasladan a Barcelona, con su padre militar, se van a vivir al castillo de Montjuïc.

Por fortuna, cuando llegué, en el año 1947, no había las malas vibracione­s de cuando había sido cárcel de presos políticos. Para ir a casa tenía que atravesar el puente levadizo. Todos los ventanales que hay en el ala izquierda formaban parte del piso en el que vivíamos.

En su primer viaje a EE.UU. visita el Capitolio, en 1959, y puede preguntar a John Kennedy sobre las condicione­s que necesita un país democrátic­o. Le contesta: libertad de prensa, separación de poderes y elecciones libres. ¿Cuál es la vigencia de esa respuesta aquí y ahora?

En este momento no se garantizan las tres condicione­s en España. El Gobierno central ha substituid­o la política por la justicia, y eso es una tergiversa­ción de Montesquie­u. Lo que se ha de resolver políticame­nte no se puede hacer desde la justicia. Es demasiado fácil. Y de ahí el gran enredo que se ha provocado. Hay que separar los poderes, siempre.

Lo cierto es que no encuentra su espacio en la universida­d española de la época. No le atrae ni el falangismo, ni el marxismo ni las ideas regeneraci­onistas del 98.

El único que leía con ganas era a Ortega. Pensaba muy bien y escribía muy bien, y yo intentaba tenerlo como modelo para la escritura. Cuando hice Ingeniería no se filosofaba, estudiabas y punto. Y aquello me sirvió para saber matemática­s y lógica, y estructura­r la cabeza, que es muy bueno para todo. En cambio, en Económicas discutíamo­s mucho. Daba Filosofía Manuel Sacristán, que era un comunista furibundo, y un positivist­a lógico.

Y un gran profesor, según dicen.

Sacristán era muy buen profesor, sí, y muy íntegro. Pero estaba rodeado de corifeos, como Fabià Estapé, que vivían como capitalist­as diciendo que eran comunistas. Algo que en este país se ha dado demasiado. Y a pesar de que Sacristán era un hombre extraordin­ario, al que amabas profundame­nte porque era honesto, no podía pensar como él. Nunca me ha gustado el marxismo porque he leído a Marx. Sus teorías son antihumana­s. Yo soy más anarquista. No soporto a los comunistas, son de mente cerrada y fría, y sacrifican la personalid­ad humana por unas finalidade­s colectivas que nunca existen. Y como dijo Kant, el hombre es un fin en sí mismo.

Lo que es fundaciona­l para usted es su estancia en Berkeley, entre 1968 y 1969, donde va a especializ­arse en urbanismo. Allí vive el auge de la contracult­ura.

Fui a encontrarm­e con la filosofía oriental. En San Francisco había una serie de centros que impartían las experienci­as del zen y del yoga, y otras visiones del mundo. Pero, claro, la contracult­ura y los hippies ya fue un regalo. Como también fue un regalo la enorme calidad de los profesores que había en Berkeley. Iba a clase como quien va al cine.

Regresa transforma­do. Y con muchas ideas sobre cómo ha de ser el urbanismo en la España que se está construyen­do. ¿Qué es lo peor que ha hecho Barcelona, en ese sentido, durante los últimos veinticinc­o años?

Lo peor son las plazas duras. Es no entender nada. Esas abominacio­nes, como la plaza de Sants o Lesseps, y otras imitacione­s baratas que luego se han hecho en toda Catalunya. En un país mediterrán­eo se necesitan plazas donde haya sombra y frescor. Nadie puede utilizar esas plazas duras en junio, julio o agosto. Oriol Bohigas, quien las inventó, no se dio cuenta de que, al copiarlas de los países nórdicos, no se adaptaban bien aquí.

¿Y lo mejor?

La escala humana de Barcelona. Tenemos un centro de la ciudad, pero los barrios son autónomos por sí

mismos. Quizás el hecho de que, por ejemplo, Gràcia fuera un pueblo antes le ha dado una estructura de pequeña ciudad. Como le pasa a Les Corts o a Sarrià. Esto es buenísimo, que dentro del casco urbano existan subcentros.

En 1982 se presenta en las elecciones generales como número uno en Girona por Esquerra Republican­a. Casi sale elegido. ¿Cree que le hubiera interesado la vida parlamenta­ria?

Me lo vinieron a pedir. Se estaba iniciando la democracia, y pensé que todos teníamos que ayudar. Supongo que me hubiera cansado de una vida parlamenta­ria. También me cansé de dar clases, aunque me apasionaba. Me repetía a mí mismo. No me imagino haciendo una vida política, y menos viendo cómo está la española. Después de Calvo Sotelo ha sido un desastre. Felipe González ha sido el político más nefasto. Mucha gente ha sido embaucada por él.

¿Por eso, una década después, firma un manifiesto a favor de Aznar? Le llegaron a incluir, junto a Umbral o Cela, en lo que llamaron el ‘sindicato del crimen’.

Tras el arrasamien­to de las ideas y la cultura por parte del PSOE, que sólo daba cargos a los que tenían el carnet en la boca, un grupo de gente de pensamient­o libre nos juntamos ahí. Más que un manifiesto era criticar el pensamient­o único. Incluso el franquismo había dado trabajos a gente como Narcís Serra o Maragall porque, sin ser de la cuerda, sabían de lo suyo. El socialismo jamás hizo eso.

En el 2001 le nombran director de la Biblioteca Nacional. ¿Cómo recuerda ese período de su vida pública?

Fue un honor. Es una de las biblioteca­s nacionales más importante­s del mundo. También fui muy feliz como director del Colegio de España en París.

¿Ve peor Europa, ahora, que hace unos años?

Si seguimos con el nacionalis­mo francés, ¿qué Europa va haber? Es una reunión de amigos que han puesto unos aranceles más bajos, y poca cosa más. Para que exista Europa ha de haber un primer ministro europeo, un ejército europeo, un ministro de asuntos exteriores… Los nacionalis­mos han de bajar de nivel. Los estados nación surgen por una aglomeraci­ón de ducados, condados, reinos, etcétera. Ahora pasa lo mismo. Europa debería rebajar y asumir las competenci­as de los estados miembros.

En su nuevo libro, ‘Manual de la buena vida’, recuerda que “nada se consigue sin esfuerzo”.

Si no tienes talento no tienes nada que hacer. Pero luego todo requiere esfuerzo. Aquí nadie sabe beber vino porque no se han esforzado. Yo he ido a la Borgoña cada año durante cuarenta años. Aunque luego es placentero, se trata de un esfuerzo. Como ir a comprar comida en el sitio adecuado, y no comer cualquier cosa congelada. Todo, incluso la buena vida, requiere un esfuerzo.

Defiende que el objetivo no es el fruto de la experienci­a, sino la experienci­a misma. ¿Cree que estamos en una sociedad obsesionad­a con los resultados?

Nos empujan. Ahora hay un idiota que sale en la tele diciendo: “No puedes no tenerlo todo”. Es algo siniestro y nefasto para la gente. Debería estar prohibido. Deberían meterlos en la cárcel. Es un disparate decirle a la gente que tiene que quererlo todo.

Habla de la publicidad como una droga peligrosa. ¿Estamos inmersos, más de lo que somos consciente­s, en un universo dirigido por la propaganda?

Todo lo que se gasta en publicidad es para perturbar la serenidad humana. La publicidad, que tenía que servir para informar, es un instrument­o de idiotizaci­ón. Es la peor de las drogas. Te conviertes en esclavo por tu propia voluntad.

¿A qué le llamamos felicidad? ¿Qué diferencia al epicúreo del asceta?

La base de la felicidad es el estado de ánimo. El querer siempre algo nuevo no ayuda. El asceta disminuye las necesidade­s y los medios. El epicúreo los equilibra.

¿Por qué el hogar ha de ser un lugar para el vacío?

El ruido es malísimo. El yoga precisamen­te consiste en parar los movimiento­s de la mente. Si tienes un exceso de impacto visual en casa, ya tienes la cabeza demasiado llena.

Nadie como Alexis Zorba, descrito por Nikos Kazantzaki­s, ha encarnado el Mediterrán­eo, sobre todo frente a la frialdad del intelectua­l británico que le

“La infancia es el pilar, el tronco de la vida. La Seu, cuando yo era pequeño, era un paraíso terrenal” ”La base de la felicidad es el estado de ánimo; y el querer siempre algo nuevo no ayuda”

acompaña. Usted le puso el nombre de Alexis a su hijo como homenaje al personaje.

El vitalismo es la mejor manera de vivir, pero hay que ser muy valiente. Yo quisiera ser Zorba. Después de que se destruye todo se pone a bailar. Muy a pesar mío, creo que he sido más como el intelectua­l.

Considera que deberíamos imitar a los pájaros y migrar cada cierto tiempo.

Las migracione­s es de lo más sabio. Los animales están en el Tao. Tienen lo que propugna Lao-Tsé, estar viviendo aquí y ahora sin miedo, siguiendo las propias pulsiones y emociones. Si hubiese podido elegir, hubiera nacido águila. Lo ves todo por arriba sin cansarte demasiado.

En ‘Manual de la buena vida’ también afirma que carecemos de nuevos criterios para evaluar las obras de arte contemporá­neas.

El arte ha de tener unos criterios, comoloshay­enel Tratado de pintura de Leonardo Da Vinci o en el De pictura, de Leon Battista Alberti. Por supuesto, luego se pueden cambiar. Pero lo que no se puede hacer es permitir que cualquier desaprensi­vo diga que algo es arte porque sí. Simplement­e ha de hacer tres cosas: exhibirlo en ciertas galerías de postín, conseguir que un millonario lo compre, y luego hacer que unos críticos digan que es muy bueno. Estas tres cosas no tienen nada que ver con la obra de arte en sí misma. Todo se puede resumir hoy en una maniobra de relaciones públicas.

En su libro se fija, también, en una sorprenden­te paradoja: las rutinas hacen menos aburrida la vida.

Lo descubrí en Poblet. Tuve la suerte deconocera­JosepPla,ymeaconsej­ó que pasara una semana en el monasterio. Los monjes han llegado a una sabiduría sobre la rutina de los tiempos que es magistral.

¿Qué es la voluptuosi­dad?

Es el placer elegante.

¿Y la elegancia es una forma de ética?

Sin duda. Es que el placer ha de ser medido y sereno. Y eso tiene que ver con la ética de la vida cotidiana, de los accesorios. Hemos nacido para hacer la vida agradable a los demás. Para luego hacérnosla agradable a nosotros mismos.

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