Pionero de los superventas Centenario del novelista José María Gironella
CENTENARIO DE JOSÉ MARÍA GIRONELLA Nacido en Darnius (Alt Empordà), el 31 de diciembre de 1917, y fallecido en Arenys de Mar en el 2003, obtuvo un gran reconocimiento nacional e internacional con su trilogía sobre la guerra civil española
Por las letras españolas de la segunda mitad del siglo XX transita un escritor heterogéneo –fundamentalmente novelista– que sin tener un lugar de relumbrón en la historia de la literatura (en el canon está lejos de Torrente Ballester, Camilo José Cela, Carmen Laforet o Miguel Delibes) se convirtió en uno de los autores de cabecera de la editorial Planeta. Su novela Los cipreses creen en
Dios (1953), premio Nacional de Literatura, se convirtió en fulgurante best-seller del que se vendieron 50.000 ejemplares de la primera edición en dos meses, y que según testimonio del periodista Marino Gómez Santos (Abc, 4/I/2003) su editor, José Manuel Lara, sostenía “que se vendieron
más ejemplares que de la guía telefónica”.
Por su parte, Miguel Delibes, quien dedicó a Gironella un interesante capítulo de Los niños en pie de guerra, recogido en el volumen número mil de la colección Áncora y Delfín (Destino) bajo el
marbete España 1936-1950: muerte y resurrección de la novela
(2004), escribía: “Gironella no es sólo el único novelista español de su tiempo (años cincuenta y sesenta) que se ha enriquecido, sino que se ha hecho virtualmente millonario gracias a sus novelas. Esto, a la vez, quiere decir que J.M.G. es el novelista español más conocido dentro y fuera de España, en la mitad del siglo XX”.
El lector de la amplísima obra de Gironella descubre en los libros que agavillan artículos, meditaciones o conferencias, tales
como Los fantasmas de mi cerebro
(1958), Gritos del mar (1967) o Gritos de la tierra (1970), en aquellos que dan cuenta de su indomable querencia viajera o en aquellos otros de una peculiar naturaleza autobiográfica –Carta a mi padre
muerto (1978) y Carta a mi madre muerta (1992)– un denominador común que tiene que ver con su personalidad de “gran ajedrecista que llegó a dar simultáneas a treinta tableros” (Gómez Santos). Dicho de otro modo (ahora cito a Miguel Delibes a comienzos de los sesenta del siglo pasado): “Puede decirse que hoy día Gironella tiene la vanidad de la humildad, o, en otras palabras, se enorgullece de ser modesto, con lo que automáticamente deja de serlo”.
Su primera novela, ganadora del premio Nadal 1946, Un hombre se inicia con una mínima descripción del lugar de nacimiento del autor: “Darnius es un pueblo catalán, arenoso y triste, situado entre Gerona y el Pirineo, en pleno Ampurdán”. Su padre era un taponero ubicado en Sant Feliu de Guíxols –otro lugar de la infancia del escritor– que no había asimilado del todo “las cosas de la iglesia”, mientras su madre era una ferviente católica practicante. Gironella pasó dos años en el seminario, que abandonó a los trece. Entonces quiso estudiar el bachillerato y no pudo ser, tal como lo reconstruye en Carta a mi padre
muerto: “Lo siento, hijo. Me estoy arruinando otra vez. Tendré que buscarte trabajo y colocarte en algún sitio”. El sitio fue el Banco Arús de Girona.
En el inicio de la conferencia La intención de mi obra literaria
(1968) –fundamental para justipreciar a Gironella– el escritor sintetiza: “Cuando estalló nuestra guerra yo tenía dieciocho años. Hasta entonces, había sido seminarista, aprendiz de una droguería y botones de un banco; es decir, había conocido la Iglesia, las
El escritor le prometió a su mujer en su luna de miel que le regalaría el premio Nadal; lo logra con ‘Un hombre’
drogas y los profundos secretos del capitalismo. No había podido estudiar. Mis padres necesitaban que yo ganara un sueldo”. A la par empieza a leer compulsivamente a Giovanni Papini: “He declarado muchas veces –escribe en La
Vanguardia (1969)– que Papini es mi escritor de cabecera, mi maestro. Giovanni Papini, florentino, apasionado, contradictorio, genial”.
Militando en la Federació de Joves Cristians de Catalunya, la Guerra Civil le lleva a alistarse en el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, enclave desde el que empezó a atisbar por vez primera la posibilidad de escribir un amplio retablo novelesco sobre lo que vivía y sus consecuencias. Al terminar la guerra todo era incertidumbre e indigencia espiritual y el escritor en ciernes se traslada a Barcelona “dispuesto a ingresar en el clan de los estraperlistas para poder entrar en casa y depositar sobre la mesa un montón de dinero. Desconocíais (se refiere a su familia) el intríngulis de mis andanzas, que sin duda os hubiesen puesto un nudo en la garganta: venta de género textil, de cuadros presumiblemente antiguos, de sábanas de segunda mano para varios prostíbulos de la urbe. Y un largo etcétera” (Carta a mi madre muerta).
La otra cara de la moneda es el comienzo, a poco de acabar la guerra, de una sólida relación sentimental con Magda Castañer, con la que contrajo matrimonio en el verano del 46. Gironella ha contado en diversos lugares y en diferentes momentos de su vida la escena ocurrida en Cadaqués durante la breve luna de miel: le dice a Magda que le va a hacer un regalo insólito, le va a regalar el premio Nadal, y ella le contesta que si se lo propone, “lo conseguirás”. Regresan de inmediato a Girona y Gironella escribe la novela Un
hombre en siete semanas y gana el Nadal. Aunque la novela –que muestra un aprendizaje muy superficial de Baroja– apenas tiene impacto, sirve para que la escritura se convierta en su trabajo gustoso: “Habiéndome visto en los escaparates de las librerías yo no podía pensar sino en escribir”, recuerda en 1968.
Magda será también la impulsora de su marcha a París. Antes de que finalice 1948 están instalados modestamente en la capital francesa, fraguando los primeros compases de la trilogía sobre la Guerra Civil. La labor de escribir
Los cipreses creen en Dios duró tres años: estaba finalizada en la primavera del 52. Gironella cedió el manuscrito a la editorial francesa Plon para su traducción al francés, manteniendo los derechos de la edición en español, que le ocasionó –lo confesaba en el 68– “una humillante peregrinación” hasta firmar el contrato con la editorial Planeta, gracias a los buenos oficios de González Ruano y a la intuición de María Teresa Bosch. Al mismo tiempo el escritor y su mujer recorrían España para documentarse para el segundo tomo, Un millón de
muertos (1961).
El plan de redacción del segundo tomo sufrió múltiples alteraciones debido a “aquel ataque que cortó la trayectoria de mi vida, que siempre he definido como un mazazo en la nuca” (Carta a mi
padre muerto). Era la noche del 25 de diciembre del 52 en Girona. Se inicia el túnel negro que narró en uno de sus mejores libros, Los fantasmas de mi cerebro, mientras el primer tomo de la trilogía conocía un aparatoso éxito. En realidad, se trataba de “una tremenda depresión con síndrome de angustia”
(Carta a mi madre muerta). Una vez superada se inicia el oficio que Gironella, después de terminar la redacción de Ha estallado la paz (1966), practicó con asiduidad infrecuente en los escritores de su generación: el viaje y su derivada natural, la escritura cosmopolita. Si tras la crisis “recorrimos toda Europa”, después del esfuerzo de
Un millón de muertos “sentimos la necesidad de viajar de nuevo, esta vez por otros continentes. Fuimos a América, a África y a Asia”. Viajes (siempre con Magda) y afán continuo de curiosidad y conocimiento que se materializan en varios libros de los años sesenta y setenta.
En su dilatada trayectoria de escritor Gironella siempre fue fiel a la editorial Planeta. Su primer best-seller ayudó a reflotar la editorial en sus tiempos iniciales; con
Condenados a vivir (1971) obtuvo el premio Planeta de novela, del que también fue jurado; en 1979 formó parte, junto a Ángel María de Lera, Alfonso Grosso y Ricardo Fernández de la Reguera, del comité para el Homenaje a José Manuel Lara; su novela La duda inquietante ganó el premio Ateneo de Sevilla en el 88; su último libro importante, la desigual novela El
Apocalipsis (2001) fue publicada por Planeta. La fidelidad de toda una vida de escritor. |
De ‘Los cipreses creen en Dios’, según Lara, “se vendieron más ejemplares que de la guía telefónica”