Cécile McLorin Salvant
Una estrella en auge del jazz internacional, en Barcelona
Hace quince años, la revista estadounidense JazzTimes tituló su portada con la pregunta “¿Salvarán las cantantes la industria del jazz?”, acompañada de las fotos de Diana Krall, Norah Jones, Cassandra Wilson y Dianne Reeves. Más allá de las diferencias que había entre ellas, parecían haber sido escogidas por la industria para evitar el naufragio de un género musical cuya muerte viene anunciándose desde el advenimiento del rock and roll. El resultado, palpable en los discos lanzados por esas cantantes en esos años, es profundamente antijazzístico: un sonido pulido hasta el fastidio en los estudios, un trabajo profundo en la imagen, un intento de ubicar el jazz como producto de consumo para yuppies y
bon vivants, convirtiéndolo en una suerte de pop adulto, tranquilo y pasteurizado, con voces mayormente suaves y una sensualidad frágil y fatal que, si bien estaba inspirada en las grandes cantantes
cool de los cincuenta, se asemejaba más a la parodia de la femme fatal interpretada por Madonna en la película Dick Tracy.
“El jazz –dijo una vez Frank Zappa– no está muerto, pero huele mal”. Quince años después, aquel proyecto de marketing huele, efectivamente, a una caducidad vieja. Y ahora –se preguntará la industria del jazz–, ¿quién podrá ayudarnos? Más allá de si es necesario salvar o no el jazz, la respuesta probablemente esté en una afroamericana nacida en Miami, hija de un médico haitiano y de una profesora francesa, que tiene menos de 29 años, apenas cuatro discos (multipremiados) y que se granjeó enfervorizadas comparaciones no sólo con sus influencias más evidentes (como Betty Carter) sino con la divina trinidad de Billie Holiday, Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald. Con ustedes, Cécile McLorin Salvant, lo mejor que le pasó al jazz vocal en las últimas décadas.
La trayectoria de McLorin Salvant, así como su relación con el jazz, completamente opuesta a la épica torturada difundida por películas infames como Whiplash y
La La Land, puede leerse como una serie de afortunados sucesos fortuitos. Nació en 1989, de padre médico y madre profesora de francés, que era el idioma más habitual en su casa. A los cinco años empezó a estudiar piano clásico y a los ocho a cantar en la sociedad coral de su ciudad. Cuando tenía dieciocho años decidió mudarse a la Provenza francesa, donde estudió leyes, ciencias políticas y canto barroco. Su madre, que la había acompañado para ayudarla en la mudanza, le sugirió que, ya que estaba, se apuntara en una clase cercana de canto de jazz. En la primera audición, cantó Misty, en una versión similar a la de Sarah Vaughan, que había oído en su casa natal. El profesor le pidió que improvisara un poco, pero Cécile no sabía lo que eso significaba. Tampoco sabía mucho de jazz. Sin embargo, el profesor, que se llama Jean-François Bonnel, quedó tan fascinado por su capacidad vocal que le insistió en que se apuntara a sus clases, le montó una banda y, tres meses más tarde, le consiguió su primer bolo en una sala de Aix-en-Provence. Además, la instó a escuchar jazz; Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Sarah Vaughan, Bessie Smith. Veinte discos o más por día. Un curso intensivo. Especialmente de Bessie Smith tomó uno de los principales elementos de su canto actual: la picardía. “Smith cantaba sobre sexo y comida y sobre el diablo y el infierno y todas esas cosas que no aparecían en Ella Fitzgerald sings the Cole
Porter songbook”, contaba McLorin Salvant. “Eso me dio poder”.
Todo llegó muy rápido. En el 2009 grabó Cécile, acompañada por la banda del profesor Bonnel. Un año más tarde, y a instancias de su madre, se apuntó en el último momento en el concurso internacional Thelonious Monk, una de las competiciones más populares del mundo del jazz. El extraordinario cantante Kurt Elling, miembro del jurado junto con Herbie Hancock, Dee Dee Bridgewater y Dianne Reeves, entre otros, había declarado que premiarían a quien sonara más fiel a sí mismo. El primer premio fue a parar a manos de Cécile McLorin Salvant, no sólo por su técnica y su registro, que pasa de graves a agudos en un suspiro, sino por la manera en que convertía su interpretación en una obra teatral.
Woman Child (2013), su segunda grabación, fue elegido mejor disco de jazz del año por la revista
DownBeat, que además la declaró mejor vocalista en dos categorías. Hubo, también, nominaciones al Grammy y el puesto de mejor vocalista de la Asociación de Periodistas de Jazz. “Nunca quise tener un sonido limpio y bonito”, declaró la cantante. Con un repertorio formado por canciones tradicionales del jazz de diverso grado de oscuridad, así como composiciones propias, Woman Child está lo más lejos posible de ese pop jazz amable tan habitual hoy en día. En el siguiente disco, For One To Love (2015), Grammy al mejor álbum de jazz vocal del año, McLorin profundiza su estilo entre sardónico, romántico, con una sensualidad pícara y feminista extraída de Bessie Smith, más como una actriz con una voz tan excepcional que puede practicar saltos abismales de registro, que como una cantante al uso.
Dreams and Daggers (2017), un disco doble grabado parcialmente en directo con los músicos que la acompañan desde Woman Child, ganó otro Grammy en la misma categoría. Con la manera en que se apropia de la historia del jazz, en especial de su lado más sensual y sanguíneo, con su voz prodigiosa pero siempre al servicio de la canción, Cécile McLorin Salvant demuestra que al jazz le vienen mejor el riesgo y la alegría que los salvadores y guardianes.
Entre sus referentes, la divina trinidad del jazz vocal: Billie Holiday, Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald Junto a su excepcional voz, hay en su estilo una sensualidad pícara y feminista extraída de Bessie Smith