Don Horacio
“Me molestan y me duelen los extremismos, porque mi vida la he entregado sobre todo a luchar contra el cainismo”. Son palabras de Horacio Saénz Guerrero, director de La Vanguardia entre 1969 y 1982, al recibir el premio Príncipe de Asturias de Comunicación 1988.
Horacio Sáenz Guerrero, don Horacio, fue toda una institución de la prensa y la sociedad catalana, aunque su trabajo ha sido tal vez menos reconocido que el de otros profesionales que desempeñaron el mismo cargo. Ahora su figura retorna de la mano de Joaquín Luna y su libro ¡Menuda tropa! (que comenta Llàtzer Moix en este mismo número del Cultura/s )yde Vladimir de Semir, quien también publica un libro de recuerdos (De la linotipia al
ordenador, UOC). A ambos periodistas Sáenz Guerrero les apoyó y promocionó: a Luna dándole su primera oportunidad profesional, a De Semir incorporándolo a la sección de política y poniéndole al frente del proceso de informatización.
Sáenz Guerrero tuvo en su haber un enorme acierto: pilotar la andadura de La
Vanguardia desde el franquismo a la democracia, en buena entente con la propiedad encarnada por Carlos Godó y Javier Godó, apostando por las libertades, sin que el diario perdiera fuelle como sucedió a otros, y por el contrario conservando difusión e influencia en tiempos muy revueltos. Propietarios y director eliminaron sin traumas el adjetivo “española” que el franquismo había añadido al título histórico del diario. Liberal y cauto, Sáenz Guerrero potenció la redacción, mantuvo el equilibrio informativo y fichó a articulistas incómodos para el franquismo (Aranguren, Marías, Antoni Tàpies), a la vez que conectaba con el catalanismo incorporando a Baltasar Porcel, Joan Fuster o Ramón Trías Fargas.
Yo le conocía desde niño porque había sido muy amigo de mi tío Pipe en La
Vanguardia de los años cuarenta. Así y todo me inspiraba un respeto enorme. Sáenz Guerrero fue un padre muy tardío, cumplidos ya los setenta. Un día, debió ser hacia 1997 o 1998, llevaba yo a mis hijas al tiovivo del Caspolino de Gal·la Placídia y vi que a mi lado se sentaba don Horacio vigilando a la suya. “El tiovivo siempre me ha parecido un espectáculo fascinante”, me comentó sin inmutarse aquella leyenda del periodismo español.