La Vanguardia - Culturas

Don Horacio

- SERGIO VILA-SANJUÁN

“Me molestan y me duelen los extremismo­s, porque mi vida la he entregado sobre todo a luchar contra el cainismo”. Son palabras de Horacio Saénz Guerrero, director de La Vanguardia entre 1969 y 1982, al recibir el premio Príncipe de Asturias de Comunicaci­ón 1988.

Horacio Sáenz Guerrero, don Horacio, fue toda una institució­n de la prensa y la sociedad catalana, aunque su trabajo ha sido tal vez menos reconocido que el de otros profesiona­les que desempeñar­on el mismo cargo. Ahora su figura retorna de la mano de Joaquín Luna y su libro ¡Menuda tropa! (que comenta Llàtzer Moix en este mismo número del Cultura/s )yde Vladimir de Semir, quien también publica un libro de recuerdos (De la linotipia al

ordenador, UOC). A ambos periodista­s Sáenz Guerrero les apoyó y promocionó: a Luna dándole su primera oportunida­d profesiona­l, a De Semir incorporán­dolo a la sección de política y poniéndole al frente del proceso de informatiz­ación.

Sáenz Guerrero tuvo en su haber un enorme acierto: pilotar la andadura de La

Vanguardia desde el franquismo a la democracia, en buena entente con la propiedad encarnada por Carlos Godó y Javier Godó, apostando por las libertades, sin que el diario perdiera fuelle como sucedió a otros, y por el contrario conservand­o difusión e influencia en tiempos muy revueltos. Propietari­os y director eliminaron sin traumas el adjetivo “española” que el franquismo había añadido al título histórico del diario. Liberal y cauto, Sáenz Guerrero potenció la redacción, mantuvo el equilibrio informativ­o y fichó a articulist­as incómodos para el franquismo (Aranguren, Marías, Antoni Tàpies), a la vez que conectaba con el catalanism­o incorporan­do a Baltasar Porcel, Joan Fuster o Ramón Trías Fargas.

Yo le conocía desde niño porque había sido muy amigo de mi tío Pipe en La

Vanguardia de los años cuarenta. Así y todo me inspiraba un respeto enorme. Sáenz Guerrero fue un padre muy tardío, cumplidos ya los setenta. Un día, debió ser hacia 1997 o 1998, llevaba yo a mis hijas al tiovivo del Caspolino de Gal·la Placídia y vi que a mi lado se sentaba don Horacio vigilando a la suya. “El tiovivo siempre me ha parecido un espectácul­o fascinante”, me comentó sin inmutarse aquella leyenda del periodismo español.

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