En una apartada y apática redacción
Decía Blaise Cendrars que el ejercicio del periodismo puede llevarte a cualquier parte, siempre y cuando lo abandones a tiempo. Entre quienes lo practicaron y luego lo abandonaron para abrazar la carrera literaria abunda la visión crítica de la profesión, plasmada en novelas humorísticas que recrean episodios vividos en la redacción o sobre el terreno. Por ejemplo,
Scoop (1938) –publicada en español como Primicia (1966) por Aguilar y como ¡Noticia bomba! (1985) por Anagrama–, donde Evelyn Waugh logró la cima de este subgénero del humor inglés, al contar la historia de William Boot, un joven periodista que escribe sobre temas agrícolas pero es confundido con un corresponsal de guerra y enviado a cubrir una revuelta africana.
El trato que recibe Boot de Waugh no es muy caritativo. La afiladísima pluma del autor de Retorno a Brideshead retrata inmisericorde sus carencias. Tampoco era muy elevada la idea de Waugh sobre el periodismo o sus lectores. “Las noticias –leemos en Scoop– son aquello que quiere leer un tipo al que nada le importa mucho”.
Esta visión crítica del periodismo, de determinado periodismo, prevalece también en Al final de la
mañana (2018), traducción al castellano de Towards the end of the
morning (1967), una novela escrita por Michael Frayn e inspirada en su paso por The Guardian y The Observer en los años sesenta del siglo pasado. Frayn, dramaturgo de éxito en el Reino Unido, centra su mirada en el rincón más apartado y apático de la redacción, donde un viejo periodista puede morir con la cabeza hundida entre los papeles del escritorio y sus compañeros pensarán que sigue dormitando.
Los protagonistas de esta novela son John y Bob, un periodista de luces relativas y un subalterno algo más dotado, pero igualmente perdido en el laberinto vital. Los días se les van en tareas subalternas y largas estancias en el pub, del que indefectiblemente regresan a la oficina lastrados por su liberal ingesta de cervezas y whisky. Hasta que John –incomprensiblemente– es llamado a participar en un debate televisivo y parece que su existencia va a cambiar.
Frayn escribe con soltura y en sus páginas no faltan la reflexión ni el análisis social. Pero sus criaturas generan escasa empatía. Si Henry Wilt, el célebre personaje de Tom Sharpe, combina su insatisfactoria posición en la sociedad con cierta malicia y una a veces absurda, pero efectiva, capacidad de reacción, John Dyson, el protagonista de Frayn, es una mezcla de engreimiento, inseguridad e irrelevancia que dificulta la conexión con el lector. Por decirlo en sus propias palabras: “Soy un fracaso, una mota insignificante de vacuidad humana pisoteada con indiferencia por todo el que pasa”. Las peripecias de John y sus colegas son pues grises, flirtean con la miseria existencial. Quizás reflejen una época que de veras existió y lo hacen con cierta profundidad. Pero sus perfiles pueden parecer hoy anacrónicos y con un déficit de tracción lectora.