Dubuffet, lo primitivo y el rompecabezas
El Centro Pompidou acoge hasta el 14 de octubre la exposición ‘El viajero sin brújula’ de Jean Dubuffet. Una selección de 80 obras del creador del ‘art brut’, quien se propuso demostrar que el arte es la orgía más apasionante que el hombre tiene a su alca
GUILLERMO BUSUTIL
Contracultural y rebelde, Jean Dubuffet afirmó que no le interesaba el arte que se acostaba en las camas que ya se habían hecho. Su brújula eran los valores de lo primitivo y lo salvaje: intuición, pasión, violencia, locura. Y su viaje consistía en dejar atrás el ojo domesticado por los cánones, en sacudir la imaginación y el espíritu. Demostrar que el arte era la orgía más apasionante que el hombre tiene a su alcance. Y vaya si lo hizo. Una prueba de estos principios libertarios es precisamente El viajero sin brújula y las 80 piezas que el Centro Pompidou Málaga muestra hasta el 14 de octubre en las salas que, sin saberlo seguramente su comisaria Sophie Duplaix, se abren como los pasillos de los laberintos de la mayor parte de la obra del francés a partir del cuadro que nombra la exposición. Un surrealista altorrelieve en metamorfosis acerca de una figura humana despertando lo insólito de una extraña naturaleza en la que suceden la vida y la muerte, cosas que están por nacer, lo invisible que él saca a la superficie de este paraíso/infierno visceral de tonos rotos, monótonos y gruesas texturas en retraimiento y expansión. Un cuadro manantial del que fluirían después las litografías de Los
Fenómenos entre 1958 y 1963 y el mundo como rompecabezas de la fantástica serie de L’Hourloupe entre 1962 y 1974.
La fantasía subversiva de este insaciable artista experimental que inventó el art brut necesitó antes la falsa ternura de los colores chillones y el tono burlesco de las marionetas que fabricó en 1937 y que plasmó en las Marionnettes del metro de los años 40 con sus arquetipos humanos en escénicos dibujos infantiles. De esa época es también la frontalidad, la espontaneidad de la mano al trazar la imagen como torpeza y signo, y la fuerza de los colores sucios de Campo feliz (1944). La hermosa pintura que terminaría corrompida como un Dorian Gray en El viajero sin brújula de 1952. Lo mismo que la ingenuidad figurativa y caricaturesca de la fauna social del suburbano parisino derivará hacia los retratos de los artistas de los banquetes de Florence Gould de ahogadas tonalidades y trazos psicóticos, aque-
Su brújula eran valores como la intuición, la pasión, la violencia o la locura, dejando atrás el ojo domesticado
llas alegres marionetas son ahora espectrales, como la infantilizada efigie infantil de Pierre Matisse y finalmente El Metafizyx, cuerpo, rostro y paisaje en inquietante descomposición, metáfora de lo monstruoso y de la muerte fechada en 1950. Cada obra, cada etapa, de Dubuffet es un ensayo ancestral, existencialista y provocativo contra la rigidez de la belleza y el equilibrio entre el volumen, las formas y el lirismo cromático. Lo irreal, la alquimia de las texturas, el valor de lo accidental, lo consciente y lo incógnito como sujeto pictórico es lo que más le fascina. El aura que imprime la incidencia de la luz en las cenizas, en la grava, las alas de mariposa, los pedacitos de papel salpicados sobre la tinta en los grabados y sus rayaduras de La espuma de la roca, Área de sueños, La atención del vacío y otros telúricos grabados que dan lugar a las huellas de la naturaleza de lo secreto. Hermosas y sugerentes atmósferas de plasticidad poética.
Son estas instalaciones de sombras, de silencios y mixturas de Los
Fenómenos los juegos de laboratorio desde los que Dubuffet llega a la libertad absoluta de crear un nuevo territorio, L´Hourloupe, donde significar su concepto del cuadro como algo que nunca se aprehende del todo porque siempre que se encuentra algo, hay algo que se oculta, que se escapa, que se transforma. Su prefacio es La giga irlandesa (1961), un murmullo de pulsaciones cromáticas en una coreográfica danza de alveolos y figuras en su mínima expresión y en perfecta unidad. La gran fiesta del dinamismo del universo y de la magia de lo aleatorio que va a culminar respectivamente en Cadena de montaje
(1963), fermentación magmática del color, junto con el movimiento de las piezas escultóricas de un engranaje antropomórfico en expansión, y en el fantástico Tren pendular (1965). El gran pistón conformado por trozos de puzle bitónicos concebidos como personajes que expresan los latidos del tiempo monumental y vertiginoso que mueve la maquinaria de la ciudad –es inevitable recordar a TorresGarcía– y el universo que pone en marcha la percepción del avance. Igual que si el tren y los seres que lo habitan fuesen a escapar del cuadro.
Esta arquitectura mental entre pulsaciones abstractas y lo aleatorio eclosionará en la vorágine gestual del sublime El curso de las cosas (1984) y su ruptura convulsa a través del color y sus trepidantes ritmos gráficos, negando la figura, ofreciendo a la vez un grito existencialista y la epifanía de una catarsis liberadora.
Dubuffet experimenta hasta la libertad absoluta de crear un nuevo territorio, ‘L’Hourloupe’