Lenguaje populista
Hace veinte años Ferran Sáez (1964) publicó
ensayo de los que fundamentan una cultura que afronta los problemas de su tiempo sin manías. Si entonces el título parecía catastrofista, ahora su tesis queda inscrita en la actual revisión crítica que comentamos en estas páginas. Digamos que fue profético. Allí ya reflexionaba sobre una corrosión soterrada de la democracia parlamentaria como consecuencia de la impugnación liderada por los movimientos sociales. También señalaba cómo la demoscopia podía oxidar la mecánica de dicho sistema. Algunos de los análisis de fondo que allí planteaba los reanuda en
El libro, clarificador, es el segundo de la colección Magma, que Francesc-Marc Álvaro dirige para las PAM: una apuesta editorial que pretende, de nuevo, abordar los desafíos de todo tipo que nos plantea el mundo de mañana.
Sáez se lee subrayando. Aquí la hipótesis de partida para entender un concepto que todo el mundo usa sin ton ni son es que el populismo no es un ideario. Es un lenguaje que la crisis económica propulsó, pero ya estaba aquí. Un lenguaje con una capacidad de sugestión inmediata, que aquí se tipifica en sus diversas variantes, y que en internet ha encontrado un canal de difusión óptimo. “El fenómeno del populismo resulta ya inseparable de determinadas consecuencias directas de la digitalización, como la omnipresencia de las redes sociales”. En la red es donde hoy se recrea la que el autor llama masa posmoderna, la que consume el kitsch populista: un lenguaje dirigido a un sujeto autodenominado pueblo que se contrapone a unas determinadas élites y que, consolidando esta dicotomía en el agravio, sustituye el referente de la racionalidad política por consideraciones de carácter emocional. Y es así, en la medida en que las emociones sustituyen las razones, que a la democracia parlamentaria –“un sistema consensuado, reglado y transparente de participación”– le toca resistir un nuevo embate.