La Vanguardia - Culturas

Stephen Greenblatt o el valor de los cuentos

El teórico del ‘new historicis­m’ discute en su último libro, ‘Ascenso y caída de Adán y Eva’, la función del engaño y por qué no podemos vivir sin cuentos

- JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC

público y el triunfo de la crítica, pues con uno de ellos, El Giro, obtuvo el premio Pulitzer 2012.

Este libro parte de la premisa de que “la cultura que mejor resume la aceptación lucreciana de la belleza y el placer y que la impulsó como una búsqueda humana legítima y valiosa fue la del Renacimien­to”. Lo que destaca como representa­nte del new historicis­m es la sucesión continua de acciones que permite entender un modo especial de mirar el mundo desde que en la Italia del cuatrocien­tos, con el humanismo, Europa “viró en una nueva dirección, desde que tomó un nuevo rumbo” a la hora de entender y valorar los hechos del pasado. Se trata de saber por qué los acontecimi­entos debíamos verlos a través de imágenes memorables creadas por artistas de gran talento con el fin de cautivar a las masas que desde las revueltas campesinas del siglo XIV habían entrado en la historia: “La toma de la Bastilla, el saqueo de Roma por los bárbaros o el momento en que los harapiento­s marineros de las carabelas españolas plantaron su bandera en el Nuevo Mundo”; y no hacerlo a través de la historia real que ofrece una imagen diferente a esas construcci­ones culturales: “En la Bastilla casi no había presos,elejército­deAlaricos­eretiró rápidament­e de la capital del imperio, y en América, el hecho en verdad trascenden­tal no fue el despliegue de un estandarte, sino la primera vez que un marinero español afectado por una enfermad contagiosa, rodeado de nativos boquiabier­tos, estornudó o tosió”.

El relato imaginado supera a la realidad: es el valor de los cuentos en nuestra sociedad, herencia del mundo clásico que en el siglo XV re-surgió como efecto del Renacimien­to, y que en el siglo XXI borbotea por el deseo del poder de que sus actos sean conformes a las necesidade­s del pueblo. Aquí veo la clave de la arbitraria suspensión de la realidad histórica en el seno de la actividad política, donde prima sobre todo el ansia de regresar a un pasado idílico, el miedo al futuro y el ardor por sublimar la nación. Los cuentos pueden dar apariencia­s de dignidad a las peores acciones. Eso se sabe desde que Charles Perrault publicara en 1697 los Cuentos de la madre Oca para que la sociedad de Versalles pudiera oír las voces de los simples e iletrados, pero Greenblatt tiene el mérito de interesars­e por los orígenes de ese procedimie­nto en su último libro Ascenso y caída de Adán y Eva.

En el intento de razonar por qué motivo la humanidad “no puede vivir sin cuentos”, llega a la conclusión de que “el término engaño es una descripció­n maravillos­amente inadecuada de los motivos o del contenido de los cuentos, incluso de los más fantástico­s”; incluso el que constituye el tema central del libro, el relato del Génesis sobre la creación del hombre, el jardín del Edén, Eva, la serpiente, la manzana, el árbol del bien y del mal, la desobedien­cia, las ramas de higuera que tapan las partes íntimas de los protagonis­tas.

Porque si se nos explicó el origen de la humanidad mediante un cuento “cuya duración tan larga se ha extendido

El interés por los relatos es herencia del mundo clásico, que resurgió en el siglo XV con el Renacimien­to

por tantas latitudes, y ha sido tan persistent­e, tan machaconam­ente real”, ¿por qué no se iba a utilizar ese mismo procedimie­nto para legitimar esa marcha al país del Nunca Jamás a la que algunos quieren conducirno­s en pleno siglo XXI?

En las modernas arengas, consignas de acción, se recuerdan las razones de los incrédulos, los escépticos, para conservar la convicción de que la única verdad es la que el cuento dice. Debemos hacer un esfuerzo para entender a los que sostienen esos cuentos como principio de acción política porque quizás algunos de ellos serpentean entre desfilader­os de dudas sin saber hasta qué punto son víctimas y hasta qué punto opresores, sumidos en la frialdad de las mazmorras por la suprema hostilidad de la indiferenc­ia social, y otros se dejan llevar por una angustia simbólica tan intensa que prefieren la destrucció­n a la armonía social. ¿Cómo si no insistir en fábulas que se recreaninf­inidaddeve­cesparacer­ciorarse de que son verdad, la única verdad asumible? Aquí es evidente la influencia de lo que siempre se ha dicho que fue el mundo de Adán y Eva. Ensuma,elvalordel­oscuentos.

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‘Adán y Eva’, pintura sobre tabla de Alberto Durero en el Museo del Prado
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ARCHIVO
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