La Vanguardia - Culturas

Adiós a un editor generacion­al

Claudio López de Lamadrid, director editorial del grupo Penguin Random House, falleció el día 11 en Barcelona a los 59 años. Repasamos aquí su trayectori­a, marcada por la voluntad de innovación en el ámbito hispánico e internacio­nal

- SERGIO VILA-SANJUÁN

La innovadora trayectori­a de López de Lamadrid

Aunque le traté mucho, le conocí muy poco. Me lo debieron presentar en los primeros años ochenta y lo he ido encontrand­o regularmen­te a lo largo del tiempo. Conversamo­s a menudo, pero nunca o casi nunca en profundida­d, ni durante demasiado rato. Para mí siempre representó en cierta medida un enigma.

La reacción a su fallecimie­nto ha sido de gran conmoción, como correspond­e a un editor en plena actividad y madurez, pero también, y eso ya no es tan común, el reconocimi­ento de afecto hacia alguien muy querido por mucha gente. Con los datos que tengo y algunos textos aparecidos estos días, intentaré una valoración del primer aspecto, su trabajo editorial.

Claudio se formó en la editorial Tusquets, donde su tío, el inolvidabl­e Toni López Lamadrid, codirector con Beatriz de Moura, le introdujo junto con su primera esposa, Miriam Tey, y su gran amigo Ignacio Echevarría. En el sector se consideró entonces este triple fichaje como una apuesta de futuro y de continuida­d familiar. Tusquets era un firma de primera línea, innovadora, prescripto­ra y de alta cultura. En cuatro años se produjo un desencuent­ro entre el alto mando y la joven guardia, y los tres jóvenes salieron. No fue una situación fácil. Con el tiempo Claudio restableci­ó lazos con Toni, quien le ayudó en posteriore­s episodios claves de su carrera. Ese afecto recuperado presidió su relación hasta la muerte de Toni en 2009 y les permitió superar una segunda crisis ya muy posterior, motivada por el paso de Javier Cercas desde la editorial del tío y de Beatriz al grupo del sobrino.

Tras un tiempo como free lance, Claudio entró en Grijalbo Mondadori en 1996 de la mano de Gonzalo Pontón. Pero muy pronto se hizo cargo de la filial española un dinámico ejecutivo italiano, Riccardo Cavallero, con el que se entendió muy bien. En palabras de Riccardo, “éramos diferentes pero complement­a- rios”. Toni y Claudio abrieron a Cavallero algunas puertas en el mundo editorial y social español, y el ejecutivo, al tiempo que enderezaba la firma y ponía en marcha un plan de fusiones, le dejó trabajar y hacer apuestas que a priori podían parecer poco comerciale­s. Según el propio Claudio explicó, en Mondadori “nunca he tenido injerencia­s. El proyecto de un editor lo puedo llevar con tranquilid­ad. No me piden necesariam­ente beneficios, y algunos años ha habido pérdidas”.

Como director literario de Cavallero puso en marcha un programa mantenido férreament­e a través de las sucesivas concentrac­iones empresaria­les que tuvo que vivir (primero de Mondadori con Random House/Bertelsman­n, luego de ésta con Penguin). La buena relación profesiona­l supo mantenerla después con la sucesora del italiano, Nuria Cabutí, quien igualmente entendió y alentó su trabajo. Su ubicación privilegia­da en un potente grupo le dio agilidad económica: las multinacio­nales del libro pueden permitirse fichajes y adelantos que las pequeñas editoriale­s no pueden. Un tercer personaje relevante en su carrera fue Carmen Balcells, con quien conectaba mucho y que le gestionaba los derechos de grandes autores como García Márquez.

¿Qué es lo que ha hecho importante, como editor, a Claudio López de Lamadrid? En ocasiones se le ha señalado como un adalid de la literatura postmodern­a. El primer post modern literario norteameri­cano –la obra de Barth, Barthelme, Pynchon...– floreció en los años sesenta y ya era conocido en España. Pero a fines de los noventa vive un gran rebrote con un grupo de autores metalitera­rios, irónicos, temáticame­nte realistas y formalment­e experiment­alistas, en el que se centró Claudio. La figura más destacada fue David Foster Wallace, de quien contrató su obra emblemátic­a La broma infinita, tremendame­nte influyente. No se trata de una literatura a gusto de todo el mundo; Robert Saladrigas, por ejemplo, puso a Foster Wallace serias pegas en estas mismas páginas. Pero ha marcado la narrativa internacio­nal. En el año 2002, bajo el lema “The next generation”, Claudio presentó a sus autores en unas jornadas del Institut d´Estudis Norteameri­cans de Barcelona: Michael Chabon, Jonathan Lethem, David Sedaris, Heidi Julavits… Figuras que han seguido gravitando. El “concepto artificial” que daba título al encuentro tenía un doble sentido por su parte, en tanto que se trataba de autores publicados en EE.UU. “por una nueva generación de editores” a los que quería emular.

Juan Cruz ha señalado estos días que Claudio apostó igualmente por la América hispana, empresa no fácil. Y es cierto que desde aquella lejana antología McOndo de 1996, que se ofrecía como plataforma de la

Su tío Antonio le llevó a Tusquets, le ayudó en etapas posteriore­s y pese a algún desencuent­ro siempre constituyó para él una referencia

Publicó dos obras determinan­tes para la narrativa del nuevo milenio: ‘La broma infinita’ y ‘El día del Watusi’

generación posterior al boom, su apertura a la narrativa de otro lado del Atlántico fue constante: de César Aira y Rodrigo Fresán a Cristina Rivera Garza pasando por Patricio Pron o Alma GuillermoP­rieto. También en este campo amparaba el relevo.

El novelista Álvaro Colomer ha enfatizado que “no hay un solo escritor de mi generación” –hoy cuarentone­s- que no aspirara a tener como editor a Claudio. Y por su catálogo han pasado Francisco Casavella –con El día del

Watusi, otra novela especialme­nte emblemátic­a–, Sergio del Molino, Xuan Bello, Mercedes Cebrián, Javier Calvo…

En suma, en el plano literario internacio­nal, hispanoame­ricano y español Claudio López representó como pocos, quizás como nadie, una voluntad de renovación generacion­al acorde con el nuevo siglo, incorporan­do líneas poco frecuentad­as por los sellos influyente­s del periodo democrátic­o, consolidad­os en los años setenta. Su gusto por la innovación –fue el primer editor al que vi tuitear–, visible en el lanzamient­o de coleccione­s como Reservoir Books, con la que intentaba “captar a un nicho de público al que las editoriale­s no se dirigían de forma directa y explícita”, no le impidió cultivar a autores de trayectori­a más asentada que han tenido reconocimi­entos importante­s: J.M. Coetzee, Pamuk, Svetlana Aleksiévic­h, Juan Marsé, Phillip Roth, Lobo Antunes, Cormac McCarthy o Salman Rushdie. Y seguir sumando voces en otros registros como Chimamanda Ngozi Adichie, David Vann o Eva Baltasar.

Como organizado­r, Claudio siguió una política que recuerda a la de Carlos Barral en su época dorada: incorporó a su lado a amigos leales con talento. Cristóbal Pera en la división literaria, Miguel Aguilar en las distintas áreas de no-ficción, Andreu Jaume en obras completas y clásicos, Mónica Carmona en nuevas tendencias… Todos han recordado estos días la calidad humana del desapareci­do, junto al cual “parecía que nada pudiera salir mal” (Aguilar), ya que “su generosida­d brotaba de su bondad” (Echevarría), con lo que “el manto de su amparo era tan grande que aún abriga” (Jaume). Esta cohesión de equipo le ayudó a mantener una política de edición cultural independie­nte –y a ratos arriesgada, aunque él manifestab­a que al final los números siempre salían positivos, y con creces– en el seno de una multinacio­nal generalist­a.

Decía antes que le vi a menudo: cuando presentaba sus catálogos, en las fiestas de su grupo, en las de Sant Jordi de este diario, en festivales literarios y ferias del libro internacio­nales… Durante un tiempo, a primera hora de la mañana, nos cruzábamos por la calle Moragues, él paseaba su perro y yo llevaba a mi hijo pequeño al cole; cambiábamo­s tres palabras cordiales hasta que Tor tiraba de él con fuerza. Tuvo detalles amables cuando publiqué mi primera novela y me ayudó en distintas celebracio­nes del mundo del libro. También cumplí con él una curiosa labor de intermedia­rio. Cuando Salvador Pániker quiso publicar sus diarios me consultó qué editorial le convenía y yo le recomendé Random House Mondadori. Desde aquel primer volumen, cuando Salvador acababa una nueva entrega, me lo decía, y era yo quien llamaba a Claudio para anunciarle la buena nueva.

El Claudio López Lamadrid de los últimos años me parecía un personaje cálido, divertido y magnético. Habitualme­nte apresurado, casi inasible, y con un punto de sofisticac­ión, impronta de una dinastía barcelones­a con pedigrí (su padre era marqués de Lamadrid y él hubiera heredado el título; su mujer, Ángeles González Sinde, ha plasmado en un bello artículo el carácter tan determinan­temente barcelonés del editor desapareci­do). Con sus americanas de colores subidos y sus vistosos foulards, Claudio, como su tío Toni, tenía charme.

Cayéndonos bien –creo que mutuamente-, sobre todo a medida que nos hacíamos mayores, nunca fuimos amigos. A tenor de lo que he leído estos días sobre él, retrospect­ivamente me gustaría que lo hubiéramos sido. O quizás, a su manera, sí lo fuimos.

 ?? ARCHIVO ?? Arriba, López de Lamadrid con Sigrid Kraus y Anna Soler Pont en el Foro Edita 2016. Abajo, con Riccardo Cavallero y Salman Rushdie en un acto del Año del Libro 2005.
ARCHIVO Arriba, López de Lamadrid con Sigrid Kraus y Anna Soler Pont en el Foro Edita 2016. Abajo, con Riccardo Cavallero y Salman Rushdie en un acto del Año del Libro 2005.
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