Leonardo en Venecia
Cuando los turcos se disponían a atacar la ciudad, Da Vinci huyó junto al fraile Luca Pacioli a la ciudad del agua y propuso al consejo de los ocho un ingenioso plan militar y de defensa
Cuando Milán cae en manos de los franceses y Ludovico il Moro acaba prisionero, Leonardo huye hacia Venecia, pasando por Mantua, ciudad hermosa y cuidada sobre el río Mincio, cuyo único peligro para él era su dueña: Isabella d’Este, una mujer poseída por el frenesí mental de buscar placeres intelectuales. Era una libertina del arte.
Leonardo viajaba acompañado por Luca Pacioli, el fraile autor de La divina proporción y en Mantua encontró su amigo Atalante de Miglio- Vista aérea del Gran Canal y la basilica Santa Maria della Salute, en Venecia
rotti quién había inspirado el Orfeo de donde saldría la primera ópera musical.
Pasaron días de orgía cultural que la marquesa utilizó para vampirizar hasta que Leonardo le esbozó un retrato a la acuarela con la promesa de, a su regreso, retratarla al óleo, y Luca le escribió allí mismo al marqués, en agradecimiento a su hospitalidad, un tratado sobre el juego del ajedrez.
Huyeron de aquella mujer a la que sus aduladores llamaban “la primera donna del mondo”, y que era capaz de escribir cincuenta y ocho cartas a Perugino explicándole una alegoría que había imaginado y quería que pintase. Pusieron tierra de por medio con visible alivio, bromeando sobre la suerte de Atlante en garras de la marquesa.
Llegaron a Venecia, ese espacio mórbido y delicado entre cielo y agua, que reposa sobre lagunas alimentadas por ríos cansados, y que, en cuanto el viajero penetra en ella, tiene la sensación de que toda la ciudad flota lentamente hacia el mar. La cúpula y torres resplandecían cual inmensas anémonas en una luz cernida que, al atardecer, se vela en-
tre neblinas antes de desfallecer. Sobre cimientos de aguamarina y doblones de oro, una oligarquía misteriosa de comerciantes había erigido un imperio naval e investido a su dogo, jefe temporal del estado, de un esplendor solitario y sacramental; cual arcaico sacerdote-rey, el dogo de Venecia se desposaba cada año con el mar en un mágico ritual.
Luca conocía allí al matemático Bragadin, que los acogió hospitalario y les ayudó a conseguir pasaje hacia Oriente en una nave sólida y veloz. No era fácil: los turcos, muy crecidos, quemaban las alquerías de Friuli y parecían dispuestos a lanzar sus ataques contra la mismísima Venecia. Leonardo sugirió a Bragadi que le consiguiera una entrevista con el consejo de los ocho, pues él sabía cómo defender la ciudad y deseaba exponerles sus teorías militares.
Los gobernantes venecianos escucharon asombrados las propuestas de Leonardo Da Vinci: construir una presa en el río Isonzo para inundar el territorio a voluntad, pues dondequiera que atacasen los turcos habían de pasar finalmente por allí; también les aseguró que, para resca- tar a marineros venecianos prisioneros de los turcos y hundir las naves de éstos, podían lazar un ataque submarino.
Las caras de aquellos hieráticos oligarcas venecianos, cargados de oro y de sentido común, eran un poema. Luca apenas contenía la risa viendo cómo se fruncían los ceños de lagarto de aquellas momias con capas de terciopelos y forros de nutria. Los guerreros submarinos, prosiguió Leonardo, debían llevar gafas de cristal y odres de piel llenos de aire para respirar en el fondo del mar, desde donde, con un taladro metálico perforando bajo la línea de flota- ción, abrirían vías de agua en la quilla de los barcos enemigos, que irremisiblemente se hundirían.
Leonardo y Luca no recibieron ni un ducado de los avarientos patricios venecianos, que eran extremadamente cautos cuando el tema tocaba su bolsa. Tampoco Leonardo les dio los dibujos y croquis para equipar a un hombre de modo que pueda andar por el fondo o sobre las aguas. “Ellos se lo pierden”, decidieron los dos amigos.
En su casa del Fondaco, les espe-
Para lanzar un ataque submarino, el artista diseñó un equipo que permitiera respirar bajo el agua
raba Bragadin con un joven pintor ansioso de conocer al bello Leonardo y al sabio Luca. Giorgione era delgado, moreno, intenso, de hermoso aspecto. Muy aficionado a la música, como ellos, quería indagar de Luca la relación entre la perspectiva y la música que Leon Battista Alberti había descubierto y le había enseñado.
A Leonardo le pareció que Giorgio era como un Botticelli misterioso y poético, así que, además de la perspectiva, le enseñó la técnica del sfumato, esa extraña suavidad que él consideraba imprescindible para representar la misteriosa realidad de las cosas. Tanto el perfil de una cara como el perfil del mundo, que es el horizonte, no podían acabar en una línea, sino esfumarse en vaporosa neblina.
Luca y Leonardo propusieron a Giorgio que marchara con ellos, pero el joven pintor rehusó, porque estaba enamorado de Caterina Cornaro, reina de Chipre, Armenia y Jerusalén, o sea, de nada, pues todos sus reinos los habían tomado los turcos y por eso se había refugiado en Venecia. La reina sin tierras mantenía una corte de poetas, músicos y pintores, entre los que Giorgio era su preferido, pero él acabó muriendo de amor por otra, una bellísima griega, esposa de dogo, que contrajo la peste; cuando ella moría, Giorgione, arrebatado de amor, la besó en los labios, por lo que se contagió y murió también él. Pero eso sucedería años después.