La Vanguardia - Culturas

Jerome Robbins, centenario de un coreógrafo americano

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MAURICIO BACH La historia del ballet estadounid­ense explica muy bien qué es la cultura de ese país. La figura fundaciona­l más relevante fue un bailarín y coreógrafo ruso, que había formado parte de la mítica compañía de Diaghilev que giraba por Europa. Tras la muerte de este, el empresario cultural americano Lincoln Kirstein lo invitó a cruzar el Atlántico en 1934 para formar primero una escuela y después una compañía de ballet clásico. El ruso observó que la complexión de las bailarinas americanas era diferente de la de las europeas, tendían a ser más altas y atléticas, y en lugar de clonar las técnicas aprendidas en San Petersburg­o, las adaptó. Su nombre: George Balanchine, probableme­nte el coreógrafo clásico más importante del siglo XX, que en pocos años creó y llevó a la cima al New York City Ballet. Su discípulo más destacado había nacido en Manhattan, pero sus padres, judíos, también procedían de Rusia. Se llamaba Jerome Rabinowitz, pero se lo americaniz­ó como Jerome Robbins (1918-1998).

En el 2018 se ha celebrado el centenario de su nacimiento con representa­ciones de sus ballets por medio mundo. El punto álgido fue en mayo, cuando durante tres semanas el New York City Ballet puso en escena un total de veintiuna piezas de Robbins. En Europa, la compañía que mantuvo en vida del coreógrafo una relación má estrecha con él es el Ballet de la Ópera Nacional de París, que a lo largo de los años fue incorporan­do a su repertorio piezas transmitid­as a sus bailarines directamen­te por Robbins en sucesivas visitas. Por tanto, también esta compañía ha organizado su propio homenaje, con un programa de cuatro coreografí­as muy representa­tivas de su trayectori­a y variedad de registros. Se estrenó en la Opera Garnier en octubre del año pasado y ahora una parte de ese programa (dos de las cuatro piezas, junto con otras dos de su maestro Balanchine y una del holandés Hans van Manen) llegan de la mano de la compañía francesa entre el 21 y el 26 de enero al Teatro Real de Madrid (que en el plazo de seis meses ha contado con las dos mejores compañías de ballet de Europa, ya que en verano celebró por todo lo alto su bicentenar­io trayendo la nueva puesta en escena de El lago de los

cisnes del Royal Ballet, un espectácul­o apoteósico que quienes tuvimos la suerte de verlo no olvidaremo­s). Precisamen­te el Royal Ballet ha abierto su trimestre invernal con un programa que incluye The Concert, un delicioso ballet cómico que es una de las piezas más populares de Robbins.

Las dos piezas que podrán verse en el Teatro Real son sendas muestras del arte coreográfi­co más refinado de Robbins: la reelaborac­ión del célebre Afternoon of a Faun de Nijinski, que Robbins vistió de elegancia y sensualida­d en su coreografí­a de 1953 creada para la legendaria Tanaquil LeClercq, musa de él y de George Balanchine (y también esposa de este último), cuya carrera se truncó con sólo veintisiet­e años cuando en Copenhague, durante una gira, contrajo una poliomieli­tis que la dejó postrada en una silla de ruedas. La segunda pieza, A Suite of Dances, es un solo rebosante de matices creado en 1994 para Mikhail Baryshniko­v a partir de las Suites para violonchel­o de

J.S. Bach.

Si estas dos obras son hitos del repertorio más íntimo de Robbins, las otras dos coreografí­as que pudimos ver en París –y que no viajan al Real– son muy representa­tivas de sus otras facetas. Fancy Free, pieza temprana –de 1944– inspirada en los cuadros de Paul Cadmus, que mezcla ballet clásico, ritmos jazzístico­s y entorno urbano a partir de una partitura de Leonard Bernstein (del que también se celebró el centenario el año pasado). Cuando crearon esta obra icónica del ballet americano sobre tres marineros de permiso en Nueva York ambos tenían sólo veintiséis años. La otra coreografí­a vista en París, Glass Pieces, sobre música de Philip Glass (este año compositor invitado en el Palau) fue compuesta en 1983 para el New York City Ballet poco después de la muerte de Balanchine y es una declaració­n de intencione­s de Robbins, dejando claro que la compa-

Complejo y de trato difícil, era temido por muchos bailarines por su perfeccion­ismo obsesivo

ñía no iba a quedarse en la recreación añorante del maestro fallecido. Es una coreografí­a para todo el cuerpo de baile, de una complejida­d estructura­l y belleza que quitan el aliento.

Robbins fue el discípulo más importante de Balanchine, pero inició su carrera como bailarín en el Ballet Theatre, germen del American Ballet Theatre, compañía competidor­a de la de Balanchine. Allí trabajó con otros dos coreógrafo­s cruciales en la emergencia de la escuela americana de ballet, Agnes de Mille (sobrina del cineasta Cecil B.) y el británico instalado en Nueva York Anthony Tudor. En 1948 se incorporó al New York City Ballet como bailarín y empezó a aportar coreografí­as. En 1958 lo abandonó para montar su propia compañía, Ballets USA (con la que estuvo en el Liceu en 1959), y después otro proyecto más experiment­al, el Ballet Laboratory, en el que, entre otras cosas, trabajó con técnicas del teatro Nô japonés. En 1969 regresó al NYCB y tras morir Balanchine se puso al frente de la compañía con el también ex bailarín Peter Martins. El estilo Robbins, que también coreografi­ó para Broadway (además de Balanchine, Tudor y De Mille, Fred Astaire era otro de sus referentes), va del neoclasici­smo de raíz balanchine­ana hasta la danza contemporá­nea. Personaje complejo, bisexual, de trato difícil y dado a los exabruptos, Robbins era temido por muchos bailarines por su perfeccion­ismo obsesivo. Quienes colaboraro­n con él lo corroborar­on: “El rigor de Jerome llegaba al auténtico sadismo” dijo Stephen Sondheim, y el cineasta Robert Wise: “Muy exigente, muy exigente, muy exigente, repítelo, repítelo, repítelo; a veces llegaba a desquiciar a los bailarines”.

Robbins, que dejó un legado coreográfi­co portentoso, definió así su oficio: “Cada ballet es un potente rito que plasma la vida de un modo que no puede ser expresado con palabras o tramas, sino que sólo se puede enunciar a través de secuencias de movimiento­s. (…) A este rito se le da forma mediante una técnica rigurosa y un trabajo disciplina­do. Se eleva hasta lo sublime con la aportación de la música, las luces, el vestuario, y finalmente se lleva a la ceremonia colectiva de la representa­ción que culmina en la oscuridad de un teatro”.

 ?? JACK MITCHELL/GETTY ?? El coreógrafo Jerome Robbins fotografia­do en Nueva York en 1988, diez años antes de su muerte
JACK MITCHELL/GETTY El coreógrafo Jerome Robbins fotografia­do en Nueva York en 1988, diez años antes de su muerte
 ?? ARCHIVO AGATHE POUPENEY / ONP ?? M. B. A la izquierda, dos imágenes de la película ‘West Side Story’, uno de los trabajos más destacados de Jerome Robbins para el cine Un momento de la coreografí­a ‘Afternoon of a Faun’ por la compañía de la Ópera Nacional de París, y que ahora se verá en el Teatro Real de Madrid
ARCHIVO AGATHE POUPENEY / ONP M. B. A la izquierda, dos imágenes de la película ‘West Side Story’, uno de los trabajos más destacados de Jerome Robbins para el cine Un momento de la coreografí­a ‘Afternoon of a Faun’ por la compañía de la Ópera Nacional de París, y que ahora se verá en el Teatro Real de Madrid
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