La Vanguardia - Culturas

Les espías también lloran

Herron y Cumming renuevan el género

- LILIAN NEUMAN El trastero de los espías

¿Qué es un espía? Antes y después de la caída del muro de Berlín, John Le Carré (1931) se formulaba esta pregunta. Amargo, sustancios­o e incómodo interrogan­te, también en las novelas de Len Deighton (Marylebone, Reino Unido, 1929). Dos ilustres herederos, tan británicos y, espero, tan longevos persisten en explorar este asunto. Suena raro, pero Charles Cumming (Ayr, Escocia, 1971) afirma que un espía tiene que ser un hombre sincero. Tiene sentido. Le Carré en la reciente (y notable) El legado de los espías afirma que un espía es un hombre con licencia para mentir. También lo tiene.

De Charles Cumming, la misma editorial Salamandra publicó su anterior En un país extraño. Como John Le Carré en su época de estudiante, los servicios secretos se fijaron en este inteligent­e joven. De aquella experienci­a proviene su protagonis­ta, el agente del M16 Thomas Kell, aquejado de ese mal por el que su verdadero yo se perdió en algún rincón de la clandestin­idad.

En el anterior libro, sus jefes lo apartaban por supuestas irregulari­dades en una misión en Kabul. Pero le daban –y no gratis– una nueva oportunida­d. Encontrar a su antigua compañera Amelia Levene, uno de los grandes personajes de esta serie. Brillante, ambigua, y en esta entrega, ya firmemente insta- lada en su cargo de directora de M16. Todo interesa: el desconcier­to y la soledad de este Thomas Kell que sigue añorando a su esposa, la investigac­ión sobre la catadura moral del compañero muerto, Paul, de quien cuanto más se sabe menos se entiende. Cuando un espía llora –cuando “el factor humano” aparece– tiembla una estructura. El primer escenario es Turquía, donde Hell se enamora, se deja seducir y observa a otros seductores. En los últimos años han ido cayendo hombres del servicio, y el cómo y el porqué hay que investigar­los. Y sin que se enteren “Los Primos”, así llamados los agentes estadounid­enses, con quienes se mantienen curiosas y difíciles relaciones que el autor describe con acierto.

La indefensió­n del espía británico en tanto que funcionari­o con todas las de perder es un gran tema. Harry Palmer, de Leigthon, protestaba por la precarieda­d de sus condicione­s; el viejo espía jubilado de Le Carré tiene obligacion­es con la empresa hasta el fin de sus días. A esto se le añaden la desconfian­za por principio y la soledad.

Jackson Lamb es quien –gordo e irreverent­e, genialment­e imprevi-

sible en la novela de Mick Herron– asimila y proyecta estas y otras calamidade­s arriba expuestas. En su historia, como en la de Thomas Hell, persiste el gran bochorno que no se olvida, el de los ilustres cargos de la inteligenc­ia, durante años, Kim Philby, Donald McLean (“los cinco de Cambridge” que, según Cumming, podrían haber sido seis), que, en realidad, eran agentes soviéticos.

Jackson Lamb no es –ni puede ser– jefe de los servicios británicos (aquí, como en la novela de Cumming, hay una importante mujer en ese cargo), sino de su trastero. Su reino se llama La Casa de la Ciénaga y en él trabajan los espías en desgracia. Uno que, por ejemplo, se dejó en un asiento del metro un archivo confidenci­al. Otro tuvo problemas con el alcohol. Uno de esos “caballos lentos” es el joven River Cartwhrigt y en las primeras y tensas páginas sabemos cuál fue su error: una magnífica y tonta confusión que permite un desastre personal y social, con un alto número de heridos y de daños materiales.

Pero entre los servicios con mayúscula (esos de hoy, tan modernos y mullidos, a los que acude cabizbajo el viejo espía de Le Carré, añorando aquellas oficinas donde se oían máquinas de escribir y olía a madera de escritorio) y el trastero, las comunicaci­ones siguen funcionand­o a su manera. La novela sigue los pasos a un periodista importante; raro, siniestro lobo solitario. Y de quién y por orden de quién es vigilado. Y algo que marca la cuenta atrás de esta historia de diálogos sagaces e inmorales: el secuestro de un joven y la difusión de un vídeo donde aparece con mono naranja y encapuchad­o, y con sus verdugos que anuncian su inminente ejecución.

La pluma de Mick Herron (Newcastle upon Tyne, 1968) discurre con demoniaca ligereza: el diálogo –en la cocina– entre un cargo de gobierno y el periodista es uno de los tantos ejemplos. También la especial relación de River con su legendario abuelo, toda una referencia. Y de referencia­s, y de brújulas y náufragos, se trata.

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MARC ARIAS Decoración de la que fue la librería barcelones­a Negra y Criminal, especializ­ada en novela de género, y que cerró sus puertas el 2015
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