Woody Allen de espaldas
Jordi Bernardó le retrata en el Metropolitan
Ante la pregunta de “cuál es tu lugar en el mundo”, dudó entre París y Nueva York. Fue esta última, sin embargo, la que terminó por decantar esa balanza en la que pesaban su pasión por Europa y su reconocimiento por la que es, llamándolo de forma grandilocuente, la ciudad de su vida: Nueva York. Qué mejor manera de equilibrar los pesos que este rincón en el Metropolitan Museum, frentea El triunfo de Marius, un lienzo de Giovanni Battista Tiepolo. Este retrato cuenta, según el fotógrafo, que somos hijos de la presencia, a saber, de lo que tenemos –Nueva York–, pero sobre todo de la idealización que sugiere la ausencia, la lejanía de eso otro que deseamos, en este caso, de la idea de Europa.
Es difícil definir a quien antes de ser Woody Allen se llamaba Allan Stewart. Decir, por ejemplo, que admiraba tanto al clarinetista Woody Herman que tomó prestado su nombre artístico de su ídolo. Continuar recordando que era mal estudiante pero muy bueno haciendo dos cosas: trucos de magia y tocar el clarinete. Añadir que pasó 37 años psicoanalizándose. Que sigue sin tener ordenador
–trabaja con una vieja máquina de escribir que le costó 40 dólares– o que no ve sus películas una vez las termina porque es muy crítico consigo mismo y nunca dejaría de cambiar cosas. Annie Hall, Hannah y sus hermanas, La rosa púrpura de El Cairo, Manhattan, Match Point.
Allen es muchas cosas –director de cine, músico, artista– pero sobre todo, una: prestidigitador. Sus películas son trucos de magia con los que radiografía nuestros tiempos. Algunos de sus diálogos son parte de nuestro imaginario colectivo, otros se imprimen en camisetas o tazas de desayuno: “¿El cerebro? Es mi segundo órgano favorito” o “Una relación es como un tiburón, tiene que moverse hacia delante o muere. Y lo que tenemos entre manos es un tiburón muerto”. Difícil quedarse con una frase de este hombre que aparece de espaldas, bajo una pintura del barroco italiano. Con su sombrero, vestido de Woody Allen, de personaje que se confunde con la persona, que asoma cuando le confiesa al fotógrafo que está nervioso porque “este retrato es muy íntimo”.