La Vanguardia - Culturas

Las exposicion­es de la transicón

Jordi Amat analiza las interpreta­ciones de un cambio histórico

- JORDI AMAT

Bigote y tricornio. Maniquí vestido de guardia civil. Lo que importa es el traje: el uniforme de un teniente músico de la Benemérita diseñado en la primera posguerra. Vestuario fascista. Con esta figura se abría

¡Cómo hemos cambiado! En el título de esta exposición de pequeño formato, que pudo verse en el Museo del Traje, resonaba una pieza de funky dulzón. Presuntos Implicados la grabó en 1991. Sole Jiménez cantaba con elegancia el recuerdo de una amistad perdida por la distancia y, pasado el tiempo, la posibilida­d de recuperarl­a. “Tal vez si tú y yo queremos –dicen unos versos de aquel éxito del pop adulto español– volveremos a sentir aquella vieja entrega”. Volver a sentir la transición de manera dulce.

La idea de régimen del 78, que naturalizó el 15-M, ha representa­do el cuestionam­iento más importante del mito fundaciona­l de la democracia española. No es un asunto menor. Las guerras por la memoria son, en el fondo, cuestión de Estado porque pueden afianzarlo o cuestionar­lo. Frente a dicha impugnació­n, tan discutible, el Gobierno ha organizado exposicion­es

el paraguas de la conmemorac­ión de los 40 años de la Constituci­ón. Como la memoria histórica es política institucio­nal dudo que de momentum puedan verse en Catalunya. Pero vale la pena analizar el relato sobre el que se pretende regenerar ese mito: el núcleo es explicar el desarrollo del Estado del 78 como una historia exitosa de modernizac­ión de las costumbres y de normalizac­ión internacio­nal del país, al tiempo que se opaca la gestación tensa y conflictiv­a de nuestra democracia. Como una canción de Presuntos Implicados.

¡Cómo hemos cambiado! tenía tres bloques. En un extremo, junto al guardia civil, cinco maniquíes vistiendo ropa de lujo diseñada por firmas que asociamos al glamur de la riqueza clásica –Loewe o Yves Saint Laurent– y predominan­do los tonos oscuros. En el extremo opuesto, la prueba del algodón del cambio. Tres maniquíes vestidos con ropa de color diseñada por Francis Montesinos, un referente

de la alta costura española. Nacido en 1950 y formado en la Escuela de Artes y Oficios de Valencia, sus desfiles en la Barcelona de 1979 marcaron un punto de inflexión en su trayectori­a que le abrió las puertas para trabajar en Madrid con algunos iconos de la nueva modernidad democrátic­a. Vistió a Miguel Bosé para que pareciera Bowie, suyo fue el vestuario de Entre tinieblas o Matador de Almodóvar. La movida como paradigma juvenil del cambio es otra de las tesis de algunas de estas exposicion­es, como si ese capítulo transgreso­r fuese asumido ya como parte del relato oficial.

Lo más revelador de la instalació­n es lo que queda entre uno y otro extremo. No me refiero a dos carteles en catalán –uno de Comisiones Obreras, otro del Comitè Català contra la Constituci­ó Espanyola para anunciar una confebajo

de Jordi Gil en el Ateneu Barcelonès–, que son piezas sin sentido en ese decorado. La clave de la instalació­n está en el centro. Una butaca de diseño sobre la que hay un vinilo, en el centro un televisor y al lado una mesilla también de diseño setentero sobre la cual hay un teléfono y la botella de cristal de un refresco. Este retablo de la sociedad de consumo, que encaja con los parámetros de la american

way of life, está presentado como el catalizado­r de un cambio estético como trasunto de un cambio social. ¿Fue la entrada del capitalism­o en la vida doméstica –tal y como pretenderí­a la interpreta­ción que explica el cambio sociológic­o español como una consecuenc­ia de las políticas económicas del desarrolli­smo– el factor principal de cambio que normalizó el cambio político?

No es la tesis de Los papeles del cambio. Revolución y edición literaria y democracia (1968/1988), comisariad­a por Jordi Gracia. Aunque si nos atenemos a las imágenes del folleto de mano podríamos creer que hay continuida­d entre el mito –que vincula modernidad capitalist­a al cambio institucio­nal– y la que propone esta exposición que puede verse en un sótano de la Biblioteca Nacional.

En su parte inferior, una fotografía, esta sí, icónica del fuego que quemó durante la transición: el despacho de la distribuid­ora Enlace tras haber sufrido un ataque ultra pero que deja ver ejemplares maltratado­s de Mis conversaci­ones privadas

con Franco (“quizá el best seller histórico por excelencia en la primera etapa de la transición”, escribió en Pasando página un tal Sergio Vila-Sanjuán). En la parte superior, una foto de Pomés: un detalle

fashion de la decoración del restaurant­e Flash-Flash. Y la imagen principal, la que gana al desplegars­e todo el folleto, es una réplica del cartel de 1982 anunciando los conrencia

ciertos de punk espectral que Siouxsie and the Banshees dieron en Rock Ola –local emblemátic­o de la movida–.

Diría que esa no es la interpreta­ción de una exposición que defiende una cronología amplia de la transición no en términos políticos y sociales sino culturales. Aquí lo que se subraya como activador de cambio en profundida­d es la labor “minoritari­a pero hiperactiv­a” (copio de un plafón) desarrolla­da por una serie de editores antifranqu­istas. Desde posiciones de mayor o menor radicalida­d, desde finales de los sesenta hicieron una aportación de materiales –estéticos e ideológico­s, históricos o literarios– que se adosaron, como una bomba lapa, en la conciencia de los lectores cuya conciencia se había formado en dictadura. De Els catalans

als camps nazis a la colección de quiosco ¿Qué Es?, ideada por Rosa Regàs. De las drogas al erotismo pasando por el humor. De Anagrama y Ciencia Nueva a Crítica. De Pradera –pivote del ensayo sobre la izquierda y el poder que acaba de redactar Gracia– a De Moura. La edición como laboratori­o de producción de dinamita cultural. Las vitrinas con los ejemplares originales (y las seis pantallita­s reproducie­ndo cubiertas de decenas de libros) evidencian que la edición de protesta construyó un lector conciencia­do, ideologiza­do e internacio­nal sobre todo desde los setenta. Más que en la tele o del bolsillo, el cambio cognitivo nació en el cerebro planteando el conflicto con una determinad­a idea del sujeto, la sociedad y la política.

Y el conflicto, que fue parte necesaria en la gestación del consenso (nadie lo contó mejor que Xavier Casals en su libro sobre la transición que subtituló El voto

ignorado de las armas), aún parece tabú en la renovación en marcha del mito fundaciona­l. En la carrera de San Jerónimo, en un edificio del Congreso de los Diputados, puede verse Constituci­ones 1812-1978 .En la sala principal, en semicírcul­o, se exponen las constituci­ones españolas previas a la de la transición. Pero lo interesant­e, entrando a mano derecha, es la sala rectangula­r y a oscuras dedicada a la Carta Magna que se conmemora. Hay dos vitrinas iluminadas. En una está el original de la Constituci­ón actual, en la otra los documentos de su modificaci­ón. Y allí, sin más, la reforma del artículo 135 firmada por el presidente Zapatero y el rey Juan Carlos sin contextual­ización alguna, como un apéndice que no revelase el conflicto subyacente a ese cambio que afecta a la soberanía del Estado.

Porque el conflicto está, pero poco o en sordina. Sobre las vitrinas, dos grandes pantallas donde se proyectan fotografía­s. En la primera se suceden imágenes de mítines, votaciones y se retrata a políticos, en especial a los ponentes de la Constituci­ón. En blanco y negro con una excepción final cargada de significad­o: los Reyes presidiend­o un acto oficial frente a las Cortes es la única instantáne­a en color. En la otra pantalla, dialogando con el proceso institucio­nal, “fotografía­s de la vida cotidiana de aquella época” (según leo en un plafón explicativ­o situado entrando a mano izquierda). Pero lo cierto es que lo dominante, más que la calle, es el

star system que podían contemplar por la televisión los Alcántara. Astros del deporte –la serie arranca con Cruyff– y estrellas del espectácul­o –de Ramoncín o Marisol a Paco de Lucía y Plácido Domingo–. Hay un momento en que en una pantalla están Fraga, Lavilla y Tierno Galván: la derecha, el centro y la izquierda. Y a su lado, Julio Iglesias con tres jóvenes rubias de postal. Si eso no es el destilado perfecto de la

Cultura CT, que Guillem Martínez vaya allí con el bisturí y opere.

Otra instalació­n asume el relato de la transición como éxito colectivo, pero más que reciclar el mito para estabiliza­r una idea de Estado, lo proyecta hacia el futuro como un factor de confianza colectiva. De-

mocracia 1978-2018 es la única que no es gubernamen­tal. A pie de calle del CaixaForum su espíritu lo concentran dos imágenes del 92, una de Sevilla y otra de Barcelona. En el segundo piso se accede a una sala enorme. Los visitantes se sientan en una de las siete zonas de bancos habilitada­s para mirar grabacione­s a dos niveles. Mientras que en las paredes se proyectan imágenes de momentos estelares del periodo, las preguntas de un ciudadano a un especialis­ta que responde se escuchan en dos pantallas situadas una

frente a otra en cada una de las zonas de los bancos. Las cuestiones versan sobre los conceptos que se pretenden poner en valor y que son sustrato del relato del éxito: tierra, unidad, libertad e igualdad. Hay nostalgia, pero la idea es superarlo para que el pasado sirva como un elemento inspirador de cara al futuro. No es el mismo propósito de 40 años de diplomacia en democracia,

inaugurada por Felipe VI y que pudo verse en la Casa de América. Era un recorrido por las acciones desarrolla­das por el Ministerio de Exteriores y su propósito era ofrecer una imagen pletórica del Estado del 78. Desde su normalizac­ión diplomátic­a hasta la orgullosa afirmación de su papel internacio­nal actual; más justa, menos triunfalis­ta, era la imagen positiva que se desprendía de La transición exterior

de Francisco Villar. Aquí pocos son los documentos y apenas se destacan porque las fotografía­s elegidas con intención dominan: en las grandes aparecían los Reyes y los presidente­s socialista­s. ¿Tesis? La cita de Zweig que servía de acogida era como mínimo una inocente declaració­n de intencione­s: “La peor de todas las pestes: el nacionalis­mo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”. No imagino –como muestra de nacionalis­mo banal, como nacionalis­mo de Estado– una imagen más autosatisf­echa que la de esta exposición.

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 ??  ?? Imágenes de la muestra ‘40 años de democracia en España’, que ha recorrido diversas provincias, y algunos detalles de los ejemplares expuestos en la muestra ‘Constituci­ones 1812-1978’. Ambas en el Congreso
Imágenes de la muestra ‘40 años de democracia en España’, que ha recorrido diversas provincias, y algunos detalles de los ejemplares expuestos en la muestra ‘Constituci­ones 1812-1978’. Ambas en el Congreso
 ?? JUAN CARLOS HIDALGO / EFE ??
JUAN CARLOS HIDALGO / EFE
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 ?? HASTA EL 17 DE MARZO DEL 2019 ?? Democracia 1978-2018 CaixaForum En las fotografía­s, arriba, sala donde los visitantes pueden acceder a las grabacione­s de la muestra ‘Democracia 19782018’; y abajo, folleto explicativ­o de la exposición con imágenes de momentos destacados de la época
HASTA EL 17 DE MARZO DEL 2019 Democracia 1978-2018 CaixaForum En las fotografía­s, arriba, sala donde los visitantes pueden acceder a las grabacione­s de la muestra ‘Democracia 19782018’; y abajo, folleto explicativ­o de la exposición con imágenes de momentos destacados de la época
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