Meticuloso, visionario, feliz
La amplísima exposición que el CCCB dedica al mítico director evidencia la vigencia décadas después de las películas con que revolucionó géneros y técnicas, pero también se adentra en su intrincada personalidad, la de un cineasta perfeccionista hasta la o
Conforme avanzaba su carrera, Stanley Kubrick (1928-1999) fue forjando una leyenda de cineasta indomable, perfeccionista hasta el extremo, abonado al secretismo y reticente a las entrevistas, así como de hombre huraño, dictatorial, un tanto misántropo incluso. La exposición a él dedicada que ahora ha aterrizado en el CCCB después de un largo periplo por otras grandes capitales –magníficamente adaptada aquí por Jordi Costa– contribuye a desmitificar, junto a otros documentos difundidos durante estos últimos años, esa presunta misantropía, desvelando a un sujeto familiar, entrañable y, sobre todo, feliz y apasionado con su trabajo. El que sí pervive, porque ciertamente se correspondía con la realidad, es el mito de un director meticuloso y visionario, autoexigente hasta el límite, volcado en su labor en cada una de sus fases, desde la preparación hasta el último peldaño del proceso de posproducción –véase, por ejemplo, la ingente documentación recopilada para su ansiado proyecto sobre Napoleón, finalmente frustrado–.
Seductora, casi abrumadora por su enorme caudal informativo, la exposición es pródiga en instalaciones audiovisuales, fotografías de rodaje, guiones originales, planes de tra-
La documentación para el fallido proyecto sobre Napoleón muestra su búsqueda de rigor histórico
bajo, correspondencia privada, recortes de prensa, elementos de atrezzo y vestuario, cámaras y objetivos, maquetas… Un gran festín, en definitiva, para el devoto de Kubrick. Pero, quizá por encima de todo, lo que sobrevuela por la mente del visitante ante esta sucesión de objetos y estímulos visuales es el hecho de encontrarse ante las huellas de un cine todavía muy vigente, extrañamente actual, por más que las piezas maestras del director empiecen ya a acumular décadas a sus espaldas. Puede que dicha vigencia tenga que ver con la universalidad e intemporalidad de sus temas, que el cineasta acostumbraba a conducir hacia territorios cercanos a la abstracción. Solía hallar los argumentos de sus películas en textos preexistentes, y poco importaba si se trataba de alta literatura o de novelas de serie B, pues lo crucial era que supusieran una base ideal sobre la que deslizar sus propias obsesiones y convicciones.
Cuando intuía, con acierto, que los autores no iban a aceptar de buen grado los cambios que pretendía imponer –caso de Stephen King en El resplandor o de Anthony Burgess en
La naranja mecánica–, procuraba apartarlos enseguida del proceso de adaptación. Con escritores más comprensivos y abiertos a las sugerencias, como Vladímir Nabokov en Lolita y Arthur C. Clarke en 2001:
una odisea del espacio, entablaba en cambio una estrecha colaboración. A la hora de adaptar a autores clásicos, como Humphrey Cobb en Senderos de gloria o William M. Thackeray en Barry Lyndon, se mostraría curiosamente mucho más fiel a la estructura de su fuente literaria, limitándose a condensar episodios, a omitir otros o a potenciar algún que otro personaje. En el caso de Eyes wide shut, traslación de El relato soñado, de Arthur Schnitzler, la alteración espacial y temporal de la acción no traicionó su sentido, viniendo a demostrar la perennidad de la obra del escritor vienés.
Resulta obligado reconocerle a Kubrick una singular habilidad para convertir sus películas en verdaderos hitos. Emprende, por ejemplo, un alegato antibelicista en Senderos
de gloria y nos depara la película de referencia de la Primera Guerra Mundial y del antimilitarismo. Hereda de modo circunstancial el proyecto de Espartaco y materializa el péplum más sólido y menos infantiloide de la historia. Con La naranja
mecánica plantea con la mayor radicalidad la delicada dialéctica entre el libre albedrío y la opción represiva como control del salvajismo. Aborda
2001: una odisea del espacio y provoca un antes y un después en la modalidad de la ciencia ficción. Se plantea una puntillista recreación histórica en Barry Lyndon y nos sumerge en el siglo XVIII como ningún otro filme ha sido capaz de hacerlo. Rueda El
resplandor y logra una de las cimas del género de terror. O nos proporciona, con Eyes wide shut, un originalísimo retrato en torno a la complejidad de las relaciones de pareja y a la práctica imposibilidad de acceder al inconsciente del otro.
Creador de imágenes perdurables, de atmósferas subyugantes y de memorables asociaciones fílmicomusicales, Kubrick fue un cineasta en gran medida único, que supo conciliar como nadie lo popular y lo riguroso, la comprensión de la dualidad humana con el escepticismo ante su porvenir y ante sus formas de organizaciónsocialypolítica.