La vida de la pintura
Arte Dos obras clave para descubrir al artista Ramón Gaya en su totalidad
Hace años que lo admiran, en Roma donde viven, han hablado sobre él una y otra vez, y en una de las cartas que la exiliada María Zambrano recibe de su amiga Elena Croce –hija del gran estudioso de la cultura– lee esta caracterización crítica del artista total que fue Ramón Gaya: “Apenas se interesa por otras personas y por la vida”. Hay algo en la personalidad de Gaya que desconcertó a muchos de quienes lo conocieron. Un desconcierto fascinador. Porque en ‘Nacimiento de la pintura’ (1958), de Ramón Gaya
sus silencios y desapariciones había un misterio que, cuando se revelaba –en el diálogo, en el lienzo y en el texto–, lo hacía con la intensidad de una plenitud que supera el tiempo. “Su fuerza espiritual se mantiene pujante y lo que sorprende es que tenga tanto que dar”, dirá de él Juan Gil-Albert en otra carta que puede leerse en este pequeño gran volumen de cartas y documentos que es Y así nos entendimos. Aparentemente es un epistolario cruzado entre Gaya (Murcia, 1910-València, 2005) y
Zambrano (Vélez-Málaga, 1904Madrid, 1991), ampliado al círculo de sus cómplices –los citados, otros referentes de la diáspora republicana–, pero en realidad es un libro que nos desvela cómo una Zambrano sabia y siempre doliente (ella es la autora principal) buscó el contacto y la verdad de su amigo a través de una personal filosofía auroral.
También desde la filosofía Miriam Moreno Aguirre (Madrid, 1954)sondeaelsecretodeGaya.Otra modernidad, acompañado en apéndice por una magnífica reproducción de pinturas, es el estudio que por primera vez consigue sistematizar la fecunda indeterminación donde Ramón Gaya quiso que su obra se moviera. Aquí se detalla la trayectoria del pintor y ensayista, se estudia con detalle el corpus (estableciendo Velázquez, pájaro solitario, de 1969, como libro decisivo) y sobre todo se logra fijar el desafío de una modernidad ajena a las vanguardias al inscribirlo en una doble tradición: una donde el arte se funde con la vida –la que el institucionismo extrajo del krausismo y que está en la base del sentir de Juan Ramón Jiménez– y otra que aísla el tiempo de la aceleración sin sentido de los ismos que pensó Bergson y Proust noveló. Es una ética estética que hace del pintor “una copa de cristal que recibe y deja transparentar el agua de la pintura”.
La comparación del agua con la pintura y la relación de esa belleza de Gaya con la vida –tal vez la que a él le embriagaba en Venecia– la sintió Zambrano, tras años de espera, como una revelación. Un lunes de 1959, sentada en el café Greco y tras haber visitado su estudio el día antes, garabatea una carta donde no puede dejar de confesarle esa experiencia. “Vi, sentí, comprobé que te sucede algo maravilloso al par en tu vida, sí, en tu vida y en tu obra”. Es el momen-