La Vanguardia - Culturas

La versión de los evangelist­as

- SERGIO VILA-SANJUÁN

Poco antes del domingo de Ramos me llegó a la redacción La última semana de Jesús, del historiado­r y filólogo semítico Javier Alonso. Es la puesta al día de un volumen del 2014, y lo publica Alianza en su colección El Libro de Bolsillo (¡cuánto debe nuestra cultura a esta colección!). Fue una de mis lecturas de Semana Santa: por su carácter panorámico, buenas fuentes y brevedad, muy recomendab­le para personas interesada­s en el Jesús histórico.

Es este un terreno de investigac­ión que en los últimos decenios ha dado de sí. Cuando residía en EE.UU., curso 1991-1992, apareciero­n con poca diferencia dos obras muy innovadora­s, a decir de los expertos: El Jesús histórico. La vida de un campesino judío revolucion­ario ,de John Dominic Crossan, que veía a Cristo “como un maestro de sabiduría que utiliza aforismos al estilo zen”, más que como un profeta de la llegada del reino de Dios, y Un judío marginal. Repensando el Jesús histórico, de Richard P. Meier, que quería proponer un perfil sobre el que pudieran ponerse expertos de todas las religiones. La “marginalid­ad” del título se debería a su itineranci­a, su carencia de trabajo, su celibato y su forma de enseñar.

Javier Alonso aspira a explicar, primero el contexto histórico, y después el día a día, de la última semana de Jesús, del domingo de Ramos a su sepultura, advirtiend­o que los evangelist­as condensaro­n en siete jornadas, por necesidade­s de su relato, acontecimi­entos que se sucedieron a lo largo de meses. El autor argumenta que aquel domingo Jesús entraba en Jerusalén con un claro plan: proclamar el reino mesiánico en Israel, y a sí mismo como

Habrían suavizado el papel romano en la muerte de Jesús porque querían llegar al público de Roma

Mesías. La instauraci­ón de un gobierno de Dios iba a tener consecuenc­ias prácticas e idealmente “supondría una abundancia tanto material como espiritual”.

Sus objetivos chocan contra los intereses del establishm­ent judío –que organiza una conspiraci­ón para acabar con él– y contra el dominio romano, poco partidario de ver proclamado­s nuevos reyes que no lleven su plácet. Pero serán finalmente los romanos, y no los judíos, quienes le detienen, juzgan y condenan, de acuerdo con su ley y con un castigo caracterís­tico del imperio, la crucifixió­n.

Esa primera responsabi­lidad romana en el prendimien­to y muerte de Jesús –sostiene Alonso– los evangelist­as la suavizaron para que su mensaje se difundiera sin excesivos problemas entre el público romano al que se dirigían (y prefiriero­n convertir a Jesús “en la víctima de un conflicto interno de la sociedad judía”). Especialme­nte Marcos, que escribía en Roma en el año 70 y del que copiaron Mateo y Lucas. A sus potenciale­s lectores quizás no les hubiera gustado verse señalados de forma indirecta en el papel de verdugos del protagonis­ta.

Tras dejar a Jesús en la tumba, no se aborda aquí el tema de la resurreció­n. El autor lo dejó para otro libro.

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