Angélica Liddell en el museo
Angélica Liddell hace de guía en el Museo de Historia del Arte de Viena, comentando algunos cuadros seleccionados por ella misma, como ‘Los cazadores en la nieve’, de Bruegel el Viejo (foto en el centro) o ‘La fiesta de Venus’ de Rubens (imagen de la derecha) VICTORIA SLAVUSKI
El Kunsthistorischesmuseum (KHM, Museo de Historia del Arte) vienés es uno de los museos de bellas artes más importantes del mundo, y sus colecciones –testimonio del amor al arte de los Habsburgo– uno de los más preciados tesoros austriacos. Sin perder su flair imperial decimonónico, es un museo moderno ávido de sacudirse su vetustez tanto en lo financiero como con osadas propuestas artísticas. Vende miel originaria de los jardines circundantes y ofrece salas de exhibición para celebrar bodas, pero también hace contrastar sus centenarias obras maestras con intervenciones de artistas de vanguardia. Así, ha inaugurado este año un nuevo formato de colaboración con el Festival de Viena, Guided by artists, gracias al cual el 15 de mayo pasado me encontraba en un grupo en el vestíbulo del museo a punto de iniciar una visita muy particular, ya que nuestra guía sería una figura clave del teatro contemporáneo: la profundamente original e inclasificable Angélica Liddell, catalana de nacimiento y poseedora de una visión desmitificadora universal.
Esa bienvenida conjunción de un museo y una artista extraordinarios planteaba un interrogante: ¿cómo se presentaría la volcánica y temeraria Liddell fuera de escena? ¿Cómo sería en su caso –de animal de escenario acostumbrado a mil máscaras– la máscara que todos usamos para nuestra persona social? Lo mismo se debía preguntar el resto del grupo que entretanto había recibido como yo un pequeño amplificador mientras la esperábamos con cierta tensión, que se disolvió en parte frente a una Angélica Liddell sonriente y ligera acompañada de Sino Puche, que filmaría todo en su móvil, y de Stefan Kutzenberger, profesor de Literatura de la Universidad de Viena que se revelaría como un intérprete excelente.
Los seguimos como dócil rebaño subiendo y bajando escalinatas hasta descubrir que íbamos por camino equivocado y la tensión reapareció. Pero cuando Liddell exclamó: “Ni siquiera empezamos y ya nos hemos perdido”, la tensión se disolvió en una ola de risas y quedó establecida una atmósfera cordial de intimidad que al final de cada cuadro Liddell potenciaría con alguna frase o broma improvisada que renovaba risas o sonrisas. Fue claro que recibiríamos además de las impresiones de sus cuadros favoritos, destellos de su rico registro interior que incluye entre otros tonos iconoclastia, honestidad, amor, desmesura, rabia, misticismo, pasión, profundidad, odio, melancolía, y generosas dosis de gracia, encanto y humor.
Reorientados por un guardia del museo, nos detuvimos frente a Los cazadores en la nieve, de Bruegel el Viejo, primer cuadro de la serie elegida, y ya Liddell nos cuenta que ese paisaje ha influido mucho en la concepción estética de su obra, trasvasado en dos apropiaciones fílmicas de Tarkovski, la primera en Solaris,y la segunda en El espejo .En Solaris una pareja en situación postapocalíptica levita mirando ese cuadro, “en el que ven con nostalgia la Tierra destruida”, aclara Liddell; mientras que en El espejo, el cineasta ruso hace que un niño entre en el cuadro que se hace real y de pronto uno de sus pájaros negros se posa en su cabeza. “Un momento mágico –dice Liddell
posándose una mano sobre la cabeza–, un milagro: el pájaro para mí es Dios, y la escena expresa la nostalgia de la pérdida de la infancia”. Sus abuelos eran campesinos y Liddell comparte la visión tarkovskiana de que en el trabajo cotidiano y el contacto con la naturaleza –y no en la institución eclesiástica– se revela lo verdaderamente sagrado. Al alejarnos del cuadro susurra: “Y ahora vamos a lo opuesto: ¡una bacanal!”, provocando una vez más las risas.
Pronto nos detenemos frente a La fiesta de Venus Verticordia. “Rubens es una celebración de la vida, el sexo y la carne, así como Rembrandt es réquiem de la carne”, afirma nuestra guía, y agrega que las imágenes de ese cuadro no se podrían llevar a un escenario porque la ley prohíbe que se muestren niños desnudos, o niños entre mujeres desnudas. El tabú, explica, aumenta en el sentido de las
artes vivas, siendo mínimo en la pintura y máximo en el teatro. De ahí su elección de la escena: a mayor tabú, mayor transgresión. Pero gracias a la pintura podíamos celebrar con Rubens la sexualidad y el amor, dis
El museo vienés, ávido de sacudirse la vetustez, abre sus obras maestras a la intervención de artistas de vanguardia
Poseedora de una visión desmitificadora, Liddell repasa algunos cuadros, de Caravaggio a Rubens o Velázquez