Caligari, Nosferatu, Mabuse y Hitler
M. BACH
A principios de 1920 las calles de Berlín se llenaron de unos carteles en los que se leía una enigmática frase: “Du musst Caligari werden!” (¡Debes convertirte en Caligari!). Eran una promoción anticipada de una película que se estrenaría el 26 de febrero y que marcaría la historia del cine: El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene, empeño de obra de arte total en la que el cine absorbía elementos de la pintura expresionista a través de los distorsionados decorados y los planos angulosos. La obra partía de un guion de Carl Mayer y Hans Janowitz, que vertieron en él toda la náusea acumulada tras combatir en la Primera Guerra Mundial, y que se indignaron cuando el productor Erich Pommer impuso un epílogo que suavizaba o daba al menos el asidero de una explicación racional a la pesadilla por ellos imaginada.
Esta y otras películas del expresionismo cinematográfico alemán fueron analizadas en dos libros célebres: De Caligari a Hitler de Siegfried Kracauer (del que ahora se edita el precioso Calles de Berlín y de otras ciudades )y L’ecran demoniaque de Lotte Eisner (que huyó a Francia el día que Hitler tomó el poder y acabó siendo la mano derecha de Henri Langlois en la Cinémathèque parisina). Ambos textos leían las películas más emblemáticas del periodo
–El golem (1920), Nosferatu (1922), El doctor Mabuse (1922), El hombre de las figuras de cera (1924)…–, pobladas de locos, genios criminales y criaturas malignas como una anticipación del ascenso del nazismo que se estaba cocinando.
La potente tesis de Kracauer y Eisner ha propiciado en ocasiones la falsa idea de que el grueso del cine alemán del periodo fue expresionista. A esta estética se pueden conectar los dramas psicológicos o directamente psicoanalíticos Shatten (1923), Die Strasse (1923) y también Secretos de un alma (1926) de Pabst y su trilogía femenina: Abwege (1928), La caja de Pandora (1929) y Tres páginas de un diario (1929). Pero el panorama del cine de la época de Weimar es mucho más variado: hubo poderosos dramas urbanos –El último (1924) de Murnau, con sus avances en el uso de la cámara subjetiva, Varieté (1925) y Asfalto (1929)–, trepidantes aventuras –Spione (1928) y Una mujer en la luna (1929) de Lang–, documentales –la deslumbrante
Berlín sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walther Ruttman–, la poesía fantástica de la pionera del cine de animación Lotte Reiniger
–Las aventuras del príncipe Achmed (1926)–, la poesía cotidiana que anticipa la nouvelle vague de
Gente de domingo (1930), en la que colaboraron cuatro jóvenes que triunfarían en Hollywood: Robert Siodmak, Edgar Ullmer, Billy Wilder y Fred Zinnemann, la
Arriba, ‘El gabinete del doctor Caligari’; a la izquierda, ‘El doctor Mabuse’; y a la derecha, ‘Nosferatu’ pionera película lésbica Mädchen in Uniform (1931) de Leontine Sagan (en la que actuó Erika Mann), comedias (¿sabían ustedes que la famosa Víctor o Victoria de Blake Edwards es un remake de una comedia alemana de 1933 que fue uno de los últimos soplos de libertad antes del nazismo?), o un subgénero muy en boga, el de las películas alpinas, como La montaña sagrada (1926) o El infierno blanco del Piz Pälu (1929), protagonizadas por una atlética Leni Riefenstahl, después cineasta genial al servicio del nazismo. En los albores del sonoro, el vienés Josef von Sternberg viajó a Berlín para rodar El ángel azul (1930), en la que descubrió a su musa Marlene Dietrich, y Fritz Lang exploró el potencial dramático del sonido en M, el vampiro de Düsseldorf (1931).
Durante los años de la República de Weimar el cine alemán consolidó una industria –a través sobre todo de la productora UFA, que después los nazis pondrían a su servicio– y ganó un prestigio internacional incontestable. Hollywood, atento al alto nivel artístico y técnico, empezó a llamar a alemanes a partir de los años veinte, muchos de los cuales llegaron a través de Erich Pommer, que dejó la UFA y emigró a Estados Unidos en 1926. Un dato: en el corto palmarés de la primera ceremonia de los Oscars celebrada en 1929 aparecían dos figuras formadas en el cine alemán. Amanecer, rodada por Wilhem Friedrich Murnau para la Fox ganó el premio a la mejor “producción única y artística”, y el de mejor actor se lo llevó Emil Jannings por La última orden de Sternberg y El destino de la carne de Victor Fleming (con la llegada del sonoro Jannings regresó a Alemania y acabada la guerra fue purgado porque fue director de la UFA durante el periodo nazi).
Directores de fotografía como Karl Freund –también cineasta– llevaron a Hollywood sus técnicas expresionistas del claroscuro e influyeron de forma sustancial en el cine de terror americano de los años treinta y en el nacimiento del cine negro.