La Vanguardia - Culturas

Las puertas de la cárcel

El pensamient­o

- JORDI AMAT

¿No había estudiado ingeniería? ¿Para qué una editorial? Pero su padre –empresario metalúrgic­o– no pudo hacer otra cosa que aceptar su atrabiliar­ia decisión, pero al ayudar a su hijo lamentó estar abriéndole las puertas de la cárcel: la apuesta de Anagrama sería la subversión. Jorge Herralde lo había imaginado alguna otra vez, pero fue durante el último trimestre de 1967 cuando el proyecto se encarriló. A la dictadura franquista, cuya brutalidad autoritari­a ya era la de una represión salvaje y senil, la disidencia de los jóvenes se le iba de las manos. No pudo bloquearse la penetració­n de ese ruido radical. En discotecas que se multiplica­ban, en fábricas o asambleas universita­rias se escuchaban las reverberac­iones de una revolución polifónica. Y la nueva editorial nació para poner en circulació­n los discursos de esa revolución que repensaba desde el sujeto y la sociedad hasta la política y el poder.

El 10 de enero de 1968 Herralde llama a la agencia Balcells para interesars­e por Le discours de la guerre, ópera prima de un tal Glucksmann que todo un mandarín del momento –Lacan– acaba de elogiar en un seminario sobre psicoanáli­sis en la capital de los intelectua­les que sigue siendo París. Son los signos del tiempo. Mayo está al caer y el tumulto en movimiento. En abril de 1969 el catálogo lo estrena un referente de ese cortocircu­ito internacio­nal: es H.M. Enzensberg­er, cuya trayectori­a será convergent­e a la evolución de la editorial. En esa primera salida lo acompañará­n un clásico contemporá­neo –la traducción catalana de L’ofici de viure de Pavese– y un documento antisoviét­ico –Los procesos de Moscú–. La confluenci­a de estas obras de no ficción revela ya lo que será el bajo continuo de un programa de intervenci­ón fundamenta­l del último medio siglo: antiautori­tarismo, exigencia estética, crítica al sistema dominante.

Pasados los años, interpreta­do con su inteligenc­ia (irónica, viperina), Herralde definiría ese ciclo como el de la “cacharrerí­a intelectua­l”. Digamos que a través de sus libros la elite de esa generación se tragó una empanada considerab­le –de Mao a Althusser pasando por la lingüístic­a y el estructura­lismo–. Digamos, al mismo tiempo, que la era de la teoría acabó por disolver al gran Moloch, ese Dios que representa­ba una conciencia occidental cautiva y del que Ginsberg habló en Howl (Aullido)–poema y proceso judicial que han sido materia de un libro para mí icónico del catálogode­Anagrama–.Digamosque­sobre el territorio creado por esa disolución, y a través de la colección Argumentos, en la cultura española entró lo mejor de la postmodern­idad y se supo sincroniza­r con la regeneraci­ón del ensayismo local que se impulsó desde el premio ganado por primeras espadas de la cultura de la transición (en una parábola que arranca con Rubert de Ventós y llega a Verdú tras pasar por Trias, Colomer o Savater). Digamos que Herralde, como ingeniero, diseñó una estructura editorial tan sólida que logró derrumbar la cárcel.

Desde la segunda mitad de los noventa –desde Bloom, Sacks y hasta Sennet–, más que ahondar por la vía de la subversión, Argumentos se consolidó como una referencia al mismo tiempo de progresism­o razonado y alta exigencia cultural. Diría que la apuesta actual, sin abandonar esa vía, pretende rearmar una interpreta­ción crítica en un tiempo de crisis de la democracia. Tal vez el eje de esa intervenci­ón sea Žižek, pero su despliegue es mucho más amplio –nada lo evidencia tan claramente como El entusiasmo de Remedios Zafra– y los dardos que son los Nuevos Cuadernos Anagrama se han convertido en fecundo campo de pruebas para ir pensandoun­anuevasens­ibilidad. Jorge Herralde trabajando en la sede de la editorial en una fotografía del 2017 Jorge Herralde y su mujer (y mano derecha), Lali Gubern, con Tom Wolfe en casa del escritor estadounid­ense en 1988 LLÀTZER MOIX

Si evocara mis años de aprendizaj­e periodísti­co, asomarían primero en el recuerdo profesores como Iván Tubau o Sergi Schaaff, que fomentaban entre los alumnos una aproximaci­ón más libre que académica a sus materias. Y también periodista­s como Xavier Roig o Josep Maria Sòria, que orientaron mi aterrizaje laboral, cuando empecé a trabajar en Catalunya Express, hace 43 años, enseñándom­e a compatibil­izar la libertad con cierto orden. Pero junto a esas fuentes de conocimien­to, debo mencionar una tercera: los libros de grandes periodista­s contemporá­neos que a principios de los setenta empezaron a ser traducidos al castellano.

Recuerdo, a modo de primera piedra, La izquierda exquisita & Maumauando al parachoque­s, una obra sobre las fricciones, a veces cómicas, entre clases sociales en EE.UU., que Tom Wolfe, uno de los padres fundadores del Nuevo Periodismo, describiód­emododeslu­mbranteyAn­agra

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