La Vanguardia - Culturas

‘Lo que arde’: más allá del realismo

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CARLOS LOSILLA

Lo que arde podría haber sido una película realista. Ahí está el paisaje, las montañas de Os Ancares y la Galicia más profunda, un marco natural en el que se mueven actores no profesiona­les que parecen estar interpretá­ndose a sí mismos, aunque en realidad no lo hagan. Y ahí está sobre todo la manera en que el director, Oliver Laxe, se acerca a todo ello con un sigilo nunca exento de delicadeza, como si no quisiera intervenir demasiado en lo que está filmando. Benedicta y Amador, madre e hijo, comen y beben, pastorean a las vacas, se relacionan con los vecinos… Pero hay algo que no encaja. Amador, en realidad, acaba de salir de la cárcel, donde ha cumplido condena acusado de haber quemado unos cuantos bosques. Y de ahí su laconismo, esa máscara impenetrab­le en la que se ha convertido su rostro, el modo tímido y callado en que pretende acercarse a la veterinari­a de la zona. Lo que arde no son sólo los árboles, igualmente víctimas de un capitalism­o depredador. Lo que arde es también el propio Amador, que se consume por dentro no sabemos muy bien por qué. Lo que arde es la propia película.

No estamos, pues, ante ese realismo que suele abundar en el cine español, un costumbris­mo tópico y banal, apoyado a menudo en una comicidad más bien grosera. Como sucedía en las dos anteriores películas de Laxe, Todos vosotros sois capitanes y Mimosas, la apariencia a veces documental de las imágenes adquiere poco a un poco un aliento mítico que empieza a hablarnos de otras cosas. De las personas y de su relación con la tierra, pongamos por caso, o del modo en que aún dependemos de los elementos básicos, del agua y del fuego. Cuando, en la secuencia final,

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