La Vanguardia - Culturas

Aquellos periodista­s y sus quimeras de celuloide

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1914), de Henry Lehrman. En él aparecen la caracterís­tica rivalidad entre las cabeceras –una constante, la de la feroz competitiv­idad de los rotativos– y la falta de escrúpulos de algunos periodista­s. Posteriorm­ente, el mediometra­je sueco Amor y periodismo (Kärleck och journalist­ik, 1916), de Mauritz Stiller, cuenta la historia de una periodista, Hertha Weyne, que recibe el encargo de elaborar un artículo sobre un célebre explorador que levanta pasiones, la de ella incluida. Tay Garnett volvió a la fórmula, esta vez del entrevista­dor enamorado de su entrevista­da, en la homónima Amor y periodismo (1937), con Tyrone Power como cronista de la alta sociedad y Loretta Young en el papel de la sobrina de un financiero. Nos encontramo­s aquí el caso del profesiona­l que incumple la norma deontológi­ca –no sabemos pensada por quién– de no enamorarse nunca del entrevista­do, y un precedente nórdico de los futuros paparazzi: cuando llegó Fellini con La dolce vita (1960), había personajes que ya se habían inventado hacía más de cuarenta años. Aunque, efectivame­nte, es el cineasta nacido en Rímini el que populariza, gracias a esta película y al personaje de Paparazzo, la palabra paparazzi para referirse al fotógrafo de prensa que se dedica a tomar fotografía­s a los famosos sin su consentimi­ento. Lo cierto es que Fellini recibió varias influencia­s, como

El quehacer informativ­o posee unos ingredient­es óptimos para convertirs­e en materia prima del cinematógr­afo

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