Al calor de la redacción
Escenarios cerrados
Un gran reportaje hazaña Chicago Pacto de sangre pulp PHILIPP ENGEL
Parafraseando a Ray Liotta en Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990), siempre quise ser periodista, aunque al final me quedé en periodista cultural. Es decir, que nunca me he aventurado en zonas de riesgo como El Salvador del filme homónimo de Oliver Stone, la Indonesia de El año que vivimos peligrosamente (Peter Weir, 1982), la Nicaragua de Bajo el fuego (Roger Spottiswoode, 1983) o la Camboya de Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984), por citar algunos clásicos ochenteros sobre lo más intrépido del gremio. En mi caso, como máximo me habré jugado el físico, es un decir, en las colas de concurridos festivales cinematográficos, carencia de épica que quizás explica la escasa representación de críticos de cine en el mismo cine (se me ocurre Michael Fassbender en
Malditos bastardos, y poco más). Me pregunto de dónde me vino la temprana vocación, ya que no crecí con periodistas a mi alrededor. Quizás fueron los más de cien episodios de Lou Grant, o la icónica
Todos los hombres del presidente (A.J. Pakula, 1976). Lo que sí sé es que, más que fotoreporteros correteando por el ancho mundo a la caza de la noticia, siempre he preferido observarlos en esos grandes espacios cerrados, uniformemente iluminados y con acristaladas vistas a la ciudad, donde cohabitan todas las especies de la profesión. Siempre me han fascinado las redacciones de los grandes rotativos.
En el origen quizás estaban las redacciones del Los Angeles Tribune, inventada para la serie de Ed Asner, y la del Washington Post, cuando estalló el escándalo Watergate. Steven Spielberg regresó a esa misma redacción en lo que puede considerarse como una precuela del filme de Pakula, ya que la trama no menos real de Los archivos del Pentágono (2017) transcurre poco antes de que Woodward y Bernstein se pusieran a teclear como locos. Aún se podría añadir un epílogo, para concluir la trilogía: El desafío: Frost contra Nixon (Ron Howard, 2008). Pero eso ya es historia de la televisión.
Cierto es que, al contrario del discreto Clark Kent, muchos periodistas han aprendido a vocalizar y a mover las manos, para ganar notoriedad en la pequeña pantalla, y también hay muy buenas películas al respecto: desde una visión muy positiva como la de la elegante Buenas noches, y buena suerte (George Clooney, 2005), donde Edward R. Murrow se erigía en azote del macartismo, a la extraordinaria Network (Sidney Lumet, 1976), en la que, muy al contrario, la cadena ex