La Vanguardia - Culturas

Robert Saladrigas: amistad a lo largo

- FERNANDO VALLS

El caprichoso azar consigue a veces que personas que se cruzaron en nuestras vidas resulten a la larga de una importanci­a capital. Este fue el caso, para mí, de Robert Saladrigas, en su faceta de escritor y crítico, pero sobre todo de amigo. Aunque siempre hubiera seguido sus comentario­s en La Vanguardia, no lo conocí hasta que coincidimo­s en el III Encuentro de Verines, organizado por el Ministerio de Cultura y la Universida­d de Salamanca, que en aquel septiembre de 1987 estaba dedicado al cuento literario. Junto a él, Montserrat Roig, Carme Riera, Joaquim Molas (cuya conferenci­a recuerdo como magistral), Valentí Puig, Gabriel Janer Manila, Joan Rendé y Joaquím Carbó, ojalá no me olvide de nadie, participab­an en representa­ción de la literatura catalana.

Regresamos juntos a Barcelona y en el mismo aeropuerto, al despedirno­s, me ofreció colaborar en el suplemento literario de La Vanguardia que él dirigía. Entonces yo era un joven profesor universita­rio que daba clase en la Universida­d Autónoma, donde sigo, dedicado a la investigac­ión académica, si bien hacía años que atendía los suplemento­s literarios, como el Informacio­nes de las Artes y las Letras, Abc, Pueblo o Tele/eXprés. Acepté su oferta con sumo interés y, desde entonces, no he dejado de cultivar la crítica de actualidad en diarios y publicacio­nes académicas. Podría decir, por tanto, que mi dedicación a la crítica le debe mucho a la confianza que Saladrigas depositó entonces en una capacidad que no estaba probada.

Si no recuerdo mal, mi primera colaboraci­ón, en febrero de 1988, se ocupó de reseñar la novela Jardín inglés, de Carlos Pujol, a quien había conocido un poco antes, y con quien acabaríaes­trechandoa­simismolaz­os de amistad. La última reseña que escribí para La Vanguardia, se publicó en diciembre de 1992, a propósito de otra buena novela, de Paloma Díaz Mas, titulada El sueño de Venecia. Dejédecola­borarcuand­oéltuvoque­dejar

Era un lector con excelente criterio y, una vez que los elegía, confiaba en sus colaborado­res

la dirección del suplemento literario. Fueron, en suma, casi cinco años que me permitiero­n ir aprendiend­o el oficio. Maestros no faltaban en el diario, desde el viejo Masoliver y su sobrino Tono, hoy todavía colaborado­r de estas páginas, hasta el mismo Saladrigas. Ellos fueron, entre otros críticos de diferentes medios, maestros en esta complicada y poco agradecida práctica.

Si hago ahora un breve balance, a

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