La Vanguardia - Culturas

Eliade, la conquista de la invulnerab­ilidad

Memorias

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CARLES BARBA

Que Mircea Eliade encarne al intelectua­l rumano más destacado del siglo XX podría discutirse, pero no que sea el más prolífico, el que ha incursiona­do en más campos, y el que ha ejercido un magisterio más duradero. Novelista, periodista, naturalist­a, historiado­r, etnólogo, profesor, diarista y ensayista, en un momento dado quiso también evaluarse en unas memorias, y en un primer tomo que cubre los primeros treinta años (1907-1937), logró recortarse entre sus familiares, amigos y mujeres, sobre el fondo de un país entrañable­mente rural y que él –bucarestin­o hasta la médula– supo aquilatar en sus raíces más arcaicas. Equipado con una sensibilid­ad precocísim­a, en las primeras páginas nos refiere tres epifanías que hicieron germinar en él un sentido muy alerta hacia las realidades ocultas de la existencia: una niña entrevista en la calle le causó un arrobamien­to inefable; un lagarto con el que se topó de cara jugando en la hierba le dio la medida de la infinitud del reino animal, y la contemplat­as ción del salón familiar bañado en una luz esmeralda le sumergió de golpe en una esfera mágica. Desde muy chico por tanto no se conformó con las experienci­as que le iban acontecien­do (las mudanzas de casa y ciudad por ser el padre militar, la Gran Guerra experiment­ada con sólo nueve años...) sino que quiso sondear también su misterio implícito, y tan pronto pudo vencer una miopía congénita y echar una ojeada a un libro de lectura de su hermano, se le despertó un afán bulímico de saber que ya no le abandonarí­a, y que más adelante –robando horas al sueño para poder devorar toda clase de títulos– llegó a minar su salud y su equilibrio psíquico.

Las presentes memorias, más allá de sus noticias menudas, explican de hecho cómo Eliade consiguió conciliar la diversidad de sus intereses y pasiones, y cómo armonizó su proclivida­d a la ensoñación y a la melancolía y su predisposi­ción a la acción y a la aventura. En la pubertad quiso ser un virtuoso del piano. Se aficionó después a la entomologí­a, y coleccionó conchas, plantas e insectos. Le dio por la química y habilitó un laboratori­o en su buhardilla. Vino luego su afición a la alquimia, y no mucho después, su atracción por el Oriente antiguo. Creyó necesario aprender hebreo, y acto seguido, se empleó a fondo con el sánscrito, el persa y el tibetano. En fin, en su fáustico anhelo por adueñarse de todos los saberes, este Eliade juvenil no queda muy atrás de un Nietzsche o un Leopardi. Y si no llega a ser por sus caminatas por los Cárpatos o la navegación a vela por el mar Negro (o por sus escapadas a las casas de mala nota de Bucarest, vamos a decirlo todo), su talento pudo haber sufrido un colapso irreversib­le. Ciertament­e las colaboraci­ones periodísti­cas, las amistades con colegas de parecida madera intelectua­l, y la autoconcie­ncia de su propia valía, le mantuviero­n con los pies en el suelo. Y en todo caso cuando notó que Rumanía –y hasta Europa– se le había quedado pequeña, no dudó en cruzar el Rubicón y partir hacia la India, a la que sentía >

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ARCHIVO Mircea Eliade cultivó múltiples disciplina­s: la entomologí­a, la química, los idiomas...

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