La Vanguardia - Culturas

Mi único deseo es estar lejos

Novela El martes saldrá a la venta ‘El negociado del yin y el yang’, segunda entrega de la trilogía de Eduardo Mendoza protagoniz­ada por Rufo Batalla

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LLÀTZER MOIX

El negociado del yin y el yang es la segunda novela de Eduardo Mendoza protagoniz­ada por Rufo Batalla. Sólo Ceferino, el detective majareta, había gozado hasta ahora del privilegio de un protagonis­mo reiterado en la bibliograf­ía mendocina. Según se mire, Rufo es el opuesto de Ceferino, en lo relativo a posición social, perfil personal y estado de ánimo. Si el detective astroso de lenguaje cervantino era un paria, que sobrevivía con energía inagotable en las peores circunstan­cias (acaso porque su época estaba colmada de expectativ­as), el periodista, pese a su posición acomodada, su cultura y sus buenas relaciones sociales, va tirando y se deja llevar sin saber muy bien adónde.

Ambos –Ceferino y Rufo– viven los días de la transición del franquismo a la democracia, a veces en los mismos escenarios, pero con distinto bagaje. Ceferino está en su medio natural entre las piltrafas del arroyo y es un intruso cuando se cuela en ambientes selectos, aunque suele mostrarse siempre proactivo y eficaz. Por el contrario, Rufo pertenece a los círculos burgueses y se relaciona incluso con uno principesc­o, pero padece tedio vital y a veces se siente atraído por lo ignoto, sin importarle los riesgos que pueda entrañar.

Siguiendo el esquema de El rey recibe, su primer título, Rufo lleva en El negociado del yin y el yang una existencia que le parece anodina y hasta asfixiante, y que acaba propulsánd­ole, mediando otro encargo del príncipe Tukuulo, heredero del inexistent­e reino de Livonia, hacia aventuras de imprevisib­le final. Como si Pascal no hubiera escrito aquello de que todos los males del hombre proceden de no saber estarse quieto en una habitación.

Es así como Rufo, en un recorrido donde no faltan los paralelism­os con la experienci­a vital del propio autor –en su día, un culo de mal asiento-, abandona el núcleo familiar barcelonés, frecuenta el maravillos­o mundo de la segunda residencia del Ampurdán, se afinca en Nueva York y, antes de regresar a su ciudad, viaja en misión secreta al servicio de Livonia a Extremo Oriente, con paradas en Japón y en archipiéla­gos menores.

En alguna de esas islas hay leprosería­s, pero se viven horas dulces. En otras, acechadas por barcos pirata, se esconden refugios de adinerados delincuent­es, con un aura de malo de película de James Bond. Nada parece en ellas descartabl­e, ni siquiera la aparición de un moderno Sandokán a bordo de un helicópter­o Cobra, como los de la guerra de Vietnam. Y es en ellas y en sus inmediacio­nes donde el protagonis­ta corre peligros, en un pastiche de novela de aventuras.

Pero no son las pinceladas geográfica­s, culturales o genéricas referidas en el anterior párrafo lo más relevante en este libro, sino la habilidad de Mendoza para, sobre una trama a veces fantasiosa, evocar los tiempos que le ha tocado vivir, reflexiona­r sobre alguna de sus vigencias, también sobrealgun­osdesusper­sonajes(reales o inventados), e ir desgranand­o, como el que no quiere la cosa, atinadas reflexione­s, a veces pesimistas, a veces divertidas, sobre la historia reciente y la condición humana. Todo ello, como de costumbre, se expone con una prosa impecable, amena, personalís­ima y ocasionalm­ente polifónica, que convierte en adictiva la lectura de esta novela. Por más que, sobre todo al principio, el ritmo sea más contenido, menos pirotécnic­o, que en la anterior y primera novela protagoniz­ada por Rufo, y las salidas de tono sean más escasas.

En esta segunda entrega, Mendoza

El escritor barcelonés Eduardo Mendoza, en una imagen reciente

incorpora a su ya rica galería de personajes algunas nuevas joyas, como esa abadesa de un monasterio de Tordesilla­s, pero pasada por el concilio Vaticano II, raro cruce de clausura y apertura, con la que el autor parece sentirse muy cómodo, acaso porque se muestra curiosa y algo desprejuic­iada sin faltar a sus principios; o Frascuelo, el rústico español que abre los ojos a algún cosmopolit­a neoyorquin­o; o Agustín, el hermano de Rufo, otro contrapunt­o, que vive en Alemania, un país donde –a diferencia de en la vida del protagonis­ta– “todo está meticulosa­mente previsto y reglamenta­do”; o un grupo de barcelones­es acomodados; o la ya familiar y apolillada y siempre hilarante corte portátil del príncipe Tukuulo, en la que abundan los personajes caricature­scos, por no decir delirantes.

Rufo Batalla se ha convertido, pues, en un instrument­o de gran utilidad para Mendoza, que se vale de él para revisitar una época, y en cierta medida ajustar cuentas con ella. Esa época fue primero la de Franco, presentado aquí como un mero excipiente de la “España tridentina, petrificad­aeintolera­nte”;luegofueun­a etapa de dudas e intentonas, en la que a la postre lograría forjar y consolidar su carrera literaria. Una época de grandes fricciones y cambios, en la que las expectativ­as eran amplias y todo parecía posible. Por ejemplo, que una chica del Opus Dei y un chico de Bandera Roja fueran novios, acaso trastornad­os por una banda sonora insomne a cargo de Donna Summer, Bee Gees y Abba.

Tras sus accidentad­as correrías planetaria­s, Rufo, que tiene algo del desasosega­do Fábregas (La isla inaudita) y se deja querer por las mujeres como Prullás (Una comedia ligera), regresa a su ciudad. Al compararla con otras, le parece “un reducto provincian­o, hipertrofi­ado, endogámico y pretencios­o”, que ha elegido como simbólico representa­nte a Copito de Nieve, “mitad bestia, mitad institució­n municipal”. Un lugar por tanto del que escapar, pero al que fatalmente se regresa, porque por mucho que desee uno irse lejos del lugar en el que vio la luz, cualquier escapada es inútil: “Huyera a donde huyera –se lamenta Rufo–, tarde o temprano habría de claudicar y ni mis locuras ni mis fantasías me librarían de poner mi inteligenc­ia, mi energía y mi corazón al servicio del Barça”.

Es a la luz de esta fatalidad que cobran sentido las ensoñacion­es de Tukuulo y la atracción que ejercen sobre Rufo. Aunque inútilment­e. Porque si bien el príncipe vive en un apetecible mundo de ensoñación e irrealidad, también en su báltico país “mucha gente siente especial reverencia por los locos y los imbéciles”. Nada excepciona­l ¿verdad? Y una razón –paradoja final– por la que Rufo acaba dándole otra oportunida­d, una más,alaciudadq­uelevionac­er.

La prosa impecable, amena y personalís­ima de Mendoza convierte en adictiva la lectura de esta novela

Eduardo Mendoza

El negociado del yin y el yang

SEIX BARRAL. 384 PÁGINAS. 20,90 EUROS

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