La obra maestra
Una valoración sobre el verdadero arte, el que provoca una respuesta emocional en el lector o espectador: de cómo le estimula, conmueve, inspira y, en último término, transforma
Un criterio para caracterizar la obra maestra es la participación en el placer creativo que ésta ofrece al lector. Cuanto más le inspire, le conmueva, emocione, enriquezca y transforme, más genial será la obra de arte. El arte es una dialéctica entre la obra –y detrás de ella el autor– y el espectador que la percibe; el resultado de la fusión de ambos es un estado de ánimo alterado en el espectador. Si éste se queda igual que antes la obra es artefacto, pero no arte. Por otro lado, es imposible descubrir la receta de la obra maestra. Paul Valéry escribió: “Si la estética fuese posible, las obras de arte se desvanecerían necesariamente delante de ellas, es decir, delante de su esencia”.
Es más plausible discernir si una obra es maestra que desmenuzar los componentes que la constituyen como tal y la elevan a ese rango. Edgar Allan Poe explicó exhaustivamente cómo y por qué escribió un poema El cuervo, pero muchos creen –por una carta del propio Poe– que tal análisis fue una construcción lúdica a posteriori del autor. Pocos creadores son capaces de explicar, y mucho menos explicarnos, los mecanismos de la creación.
Horacio opinaba que el criterio definitorio de una obra maestra era la posteridad, que la obra durase de modo que fuese estimada cien años después de la muerte de su autor. Es evidente que la obra de arte será más grande cuantos más siglos dure y cuantas más personas emocione con su impacto. Una obra maestra incomprendida es algo sospechoso y cabe preguntarse, ¿cuántos años han de pasar para que nosotros, míseros mortales, lleguemos por fin a captar la genialidad hasta el momento no comprendida? Sólo en el siglo XX se nos pide que mantengamos tal fe; antes el arte era inmediatamente captado y evaluado; ahora, como todo vale y no hay criterio estético, es necesario fiarse y practicar la humildad ante el genio incomprendido. Lo malo es que éste no suele corresponder a nuestra paciencia con la misma moneda. El divo no es humilde, pues sólo su seguridad –aunque sea fingida– puede contribuir a convencer allí donde la estética no existe. ‘La Gioconda’ de Leonardo da Vinci
Eugenio Montale en su ensayo La segunda vida del arte coincide con Tournier –o viceversa– en tomar la respuesta del lector o espectador como criterio evaluativo de las obras. Lo que no evoca respuesta emocional, no es arte, aunque se venda, porque, como señaló oportunamente Machado: “Todo necio confunde valor y precio”. El precio viene del valor cambio, es decir, del mercado, y sube o baja por criterios de inversión, que nada tiene que ver con el valor intrínseco de la obra que se intercambia. El valor, tal como emplea el término Machado, es el valor uso, es decir, el que se deriva del placer que reporta el consumo o percepción de la obra. El verdadero valor de una obra de arte es una medida del placer –es decir, el impacto emocional, si queremos plantear la estética más allá de la belleza y el placer– que produce en el espectador, de cómo le estimula, conmueve, inspira y, en último término, transforma.
El talento es una aptitud particular para una actividad, especialmente en el dominio literario y artístico. Talento viene de la moneda usada en el Oriente y Grecia, de modo que un artista de talento es el que vende bien, ampliando el sentido de vender a las acciones de contacto y propaganda, lo que hoy día se llama relaciones públicas. Muchos presuntos artistas actuales no son más que eso. El talento es lo que convierte en conductor al medio en que se sumerge la creatividad y le permite llegar –como a la corriente eléctrica un baño conductor–a todos los rincones de la sociedad.
El genio es otra cosa. Con talento, dice Gide, se hace lo que se quiere, con genio lo que se puede. Y Oscar Wilde se excusa ante el propio Gide cuando éste le criticó su Salomé: “En mis obras solo pongo mí talento: mi genio lo guardo para la vida”. El genio es adjudicado por la posteridad. La genialidad de una obra está contenida en la actualización efectuada por el lector, y ni siquiera por sus contemporáneos, sino por los de generaciones sucesivas, cuanto más lejanas mejor. Leemos Tristán e Isolda, Cervantes o Saint-Simon y juzgamos sus obras geniales en razón del efecto de engrandecimiento, de profundización, de enriquecimiento, de liberación que su lectura ejerce sobre nuestra visión del mundo. Si el autor transforma al lector en un inspirado, sólo el lector puede convertir al autor en un genio. Miles de lectores, durante siglos.
Si el autor transforma al lector en un inspirado, sólo el lector puede convertir al autor en un genio