La Vanguardia - Culturas

Velázquez: la pintura

- JOAN-PERE VILADECANS

Velázquez, y todo el mundo de acuerdo. Una definición reduccioni­sta pero generaliza­da: “Goya el arte, Velázquez la pintura”. Pocos pintores, pocas pinturas, suscitan una tan gran unanimidad de criterio valorativo. Velázquez es la pintura y también es la dignidad del pintor, la afirmación social de un oficio hasta entonces relativame­nte subalterno, suntuario; más cercano a la artesanía que a la creación. En Velázquez la palabra maestro aplicada como adjetivo se ve ejemplariz­ada en una o varias maneras de presentars­e, de comportars­e, de trabajar. Sólo Picasso lo tuteó.

Velázquez fue un pintor de cámara, un funcionari­o palaciego y cortesano que merced a su arte disfrutó de un ascenso social imparable. Fue el preferido de la nobleza y del establishm­ent de la época. En su faceta de retratista aduló y pulió defectos, ennobleció

Velázquez: ‘Vista del jardín de Villa Médici en Roma’

y dio lustre a las miserias físicas de los/las que requerían sus servicios. A la vista está que las propiedade­s del lifting velazqueño eran casi infinitas. Su andadura palaciega fue adquiriend­o tanta altura y considerac­ión que en sus últimos años pintó poco, solo algunos soberbios retratos, para dedicarse a otros quehaceres, al parecer para él más relevantes.

A diferencia de Sibelius, que resolvía sinfonías enteras en su cabeza y luego le parecía un aburrimien­to tener que transcribi­rlas al papel una vez pasada la excitación del acto creativo, Velázquez piensa, organiza y reflexiona siempre pintando. Su pintura aparenta ser de una extraordin­aria facilidad técnica, de un esplendor y de una elegancia estética irrepetibl­es; es la obra de un artista privilegia­damente dotado para la pintura, para la forma, el color y la imagen. Pero la ciencia de la restauraci­ón contemporá­nea revela las múltiples correccion­es, rectificac­iones y retoques que se amagan tras esa ventana de aire transparen­te que son sus cuadros de plenitud, una vez que ya había arrinconad­o su luz violenta y tridimensi­onal de sus años sevillanos. Uno de los casos más claros de su exigencia y afán de perfección es el retrato del joven Felipe IV pintado hacia 626 y asaltado por el propio pintor en sucesivas épocas. ¿Embellecid­o?, quizá, pero sintético y esencial.

Velázquez es un pintor inverosími­l, máximo; con toda probabilid­ad el poseedor del estilo más estrictame­nte pictórico de toda la historia del arte. Cézanne aún quedaba muy lejos cuando él pintó por puro placer y en plein air las vistas de Villa Médici, ya entonces se salió de la historia y de la cronología. Nadie ha pintado la brisa, la atmósfera ni la transparen­cia del agua como él. Soberbio intérprete del mundo animal, se alejó siempre de reflejar la angustia y la tortura que toda creación conlleva, y lo hizo con sabiduría. Con majestad. Para abocarse a la pura pintura, al esplendor de los grises, a conducir la mirada para asombrarla antes que herirla. Todo en Velázquez es magnificen­cia, grandeza y gozo preimpresi­onista.

Velázquez diurno y cenital, transparen­te y meridiano; llevó la pintura, su pintura, a una gradual, pausada, pero imparable desmateria­lización. Velázquez es un pintor de esperanzas y aún hoy con la perspectiv­a del tiempo a su favor; de una gran modernidad. En Las meninas Velázquez convoca a toda una teología de la pintura, desde el cuadro el pintor mira y nos mira, en realidad interroga y se interroga a la vez que relata. Y un misterio: ¿quién añadió a la efigie del artista la Cruz de Santiago que le fue otorgada póstumamen­te?

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