Velázquez: la pintura
Velázquez, y todo el mundo de acuerdo. Una definición reduccionista pero generalizada: “Goya el arte, Velázquez la pintura”. Pocos pintores, pocas pinturas, suscitan una tan gran unanimidad de criterio valorativo. Velázquez es la pintura y también es la dignidad del pintor, la afirmación social de un oficio hasta entonces relativamente subalterno, suntuario; más cercano a la artesanía que a la creación. En Velázquez la palabra maestro aplicada como adjetivo se ve ejemplarizada en una o varias maneras de presentarse, de comportarse, de trabajar. Sólo Picasso lo tuteó.
Velázquez fue un pintor de cámara, un funcionario palaciego y cortesano que merced a su arte disfrutó de un ascenso social imparable. Fue el preferido de la nobleza y del establishment de la época. En su faceta de retratista aduló y pulió defectos, ennobleció
Velázquez: ‘Vista del jardín de Villa Médici en Roma’
y dio lustre a las miserias físicas de los/las que requerían sus servicios. A la vista está que las propiedades del lifting velazqueño eran casi infinitas. Su andadura palaciega fue adquiriendo tanta altura y consideración que en sus últimos años pintó poco, solo algunos soberbios retratos, para dedicarse a otros quehaceres, al parecer para él más relevantes.
A diferencia de Sibelius, que resolvía sinfonías enteras en su cabeza y luego le parecía un aburrimiento tener que transcribirlas al papel una vez pasada la excitación del acto creativo, Velázquez piensa, organiza y reflexiona siempre pintando. Su pintura aparenta ser de una extraordinaria facilidad técnica, de un esplendor y de una elegancia estética irrepetibles; es la obra de un artista privilegiadamente dotado para la pintura, para la forma, el color y la imagen. Pero la ciencia de la restauración contemporánea revela las múltiples correcciones, rectificaciones y retoques que se amagan tras esa ventana de aire transparente que son sus cuadros de plenitud, una vez que ya había arrinconado su luz violenta y tridimensional de sus años sevillanos. Uno de los casos más claros de su exigencia y afán de perfección es el retrato del joven Felipe IV pintado hacia 626 y asaltado por el propio pintor en sucesivas épocas. ¿Embellecido?, quizá, pero sintético y esencial.
Velázquez es un pintor inverosímil, máximo; con toda probabilidad el poseedor del estilo más estrictamente pictórico de toda la historia del arte. Cézanne aún quedaba muy lejos cuando él pintó por puro placer y en plein air las vistas de Villa Médici, ya entonces se salió de la historia y de la cronología. Nadie ha pintado la brisa, la atmósfera ni la transparencia del agua como él. Soberbio intérprete del mundo animal, se alejó siempre de reflejar la angustia y la tortura que toda creación conlleva, y lo hizo con sabiduría. Con majestad. Para abocarse a la pura pintura, al esplendor de los grises, a conducir la mirada para asombrarla antes que herirla. Todo en Velázquez es magnificencia, grandeza y gozo preimpresionista.
Velázquez diurno y cenital, transparente y meridiano; llevó la pintura, su pintura, a una gradual, pausada, pero imparable desmaterialización. Velázquez es un pintor de esperanzas y aún hoy con la perspectiva del tiempo a su favor; de una gran modernidad. En Las meninas Velázquez convoca a toda una teología de la pintura, desde el cuadro el pintor mira y nos mira, en realidad interroga y se interroga a la vez que relata. Y un misterio: ¿quién añadió a la efigie del artista la Cruz de Santiago que le fue otorgada póstumamente?