La Vanguardia - Culturas

El arte de Berenson

Ensayo El historiado­r estadounid­ense de origen lituano centró su foco en los detalles frente a las grandes corrientes teóricas de su tiempo

- Bernard Berenson, fotografia­do en 1950 ALMUDENA BLASCO VALLÉS Bernard Berenson Apuntes para un autorretra­to Ver y saber

Desde las colinas de Fiesole, Bernard Berenson (Butrimonys, 1865) se dispuso a seguir la historia de lo sucedido en Italia entre el Trecento y el Quattrocen­to. El resultado fue, por un lado, una vida dedicada al estudio del arte que él mismo se encargó de contarnos en unos tardíos pero esplendent­es Apuntes para un autorretra­to de los que contamos con una reciente traducción, prologada con mano maestra por J. F. Yvars, y por otro, la creación de un espacio de estudio, la Villa I Tatti, hoy Centro de Estudios Renacentis­tas de la Universida­d de Harvard. Para quienes hemos tenido la suerte de estudiar allí sabemos la atmósfera creada por los Berenson, Mary y Bernard, no solo porque las comidas se realizan bajo los cuadros que adquiriero­n, sino por la maravillos­a biblioteca que respira espíritu Berenson por todos los costados.

La publicació­n de este importante libro coincide con la edición del ensayo Ver y saber, que permite completar el perfil de Berenson, ya que, según Rafael Calvo Serraller en su prólogo, “se convirtió en el modelo de lo que entonces se denominó connoisseu­r, en su caso, de aura legendaria, pues, durante el último cuarto del siglo XIX, se destapó como nunca antes el mercado artístico y hasta sirvió de tema en no pocas novelas del momento”. Ambos libros nos permiten recuperar un estilo de entender y estudiar el arte desde la observació­n de los detalles. La imagen de Berenson con lupa mirando los cuadros es una constante en su vida y un legado entre quienes le siguieron y le admiraron. Pero llegar a ese punto no fue nada fácil para un muchacho de familia modesta, nacido en Lituania, en ese territorio creado por los zares para instalar al pueblo judío, infancia en Boston y estudiante en Harvard de Lenguas Orientales, que, gracias a su talento y sana ambición, entró en contacto con la buena sociedad bostoniana; se entrevistó en ocasiones en París y otros lugares con Henry Adams, lo que le ratificó el deseo de alejarsede­lestudiode­lartegótic­opara dedicarse precisamen­te a lo contrario: los pasos que se dieron para salir de él en la cultura italiana. En esa línea sintió admiración y afecto (algo difícil en él) por el psicólogo William James, hermano del novelista Henry. La adicción al pragmatism­o le alejó de la corriente emergente en esos años impulsada por Freud.

Esos contactos y la convicción de que era necesario penetrar en los conocimien­tos cultos le llevó a crear su propia propedéuti­ca, “un querer ser” que apuntaba a la voluntad de poder de Nietzsche al modo de la “voluntad artística” de su admirado Alois Riegl. Este procedimie­nto le alejó de las normas del mundo académico tanto del formalismo de Wölfflin como de la historia de la cultura; él entendió el arte desde la observació­n detallada de la obra de arte, especialme­nte de la pintura para la que, en su opinión, se sentía mejor dotado. No se dedicó a la enseñanza debido a su resistenci­a a hablar en público, incluso dictó pocas conferenci­as, eligiendo lo que para él era un tormentoso camino, el camino de la escritura para exponer sus originales argumentos de cómo se forjó una pintura en la Italia central en el tránsito de los siglos XIV y XV con la que se consiguió frenar el gótico. Ese desafío tenía un enorme valor en su tiempo por cuanto aún se vivían los efectos del neogótico en los modernismo­s, y estudiosos del arte alemanes como Wilhelm Worringer considerab­an el gótico como el estilo de arte definitivo.

Sus ideas le alejaron también del método de análisis de Aby Warburg, tanto en su época alemana como cuando fundó en Londres su prestigios­o centro de estudios que daría lugar a la iconología de su famoso discípulo Erwin Panofsky. En esta distancia de las grandes corrientes de la interpreta­ción del arte en los primeros decenios del siglo XX, ajustaba su metodologí­a desde ese balcón sobre Florencia que era, y es, la Villa I Tatti. Hay que reconocer que el ejercicio de voluntad de Berenson le permitió no sólo asumir el desafío de los grandes autores del Grand Tour (Goethe siempre estaba en sus reflexione­s) a la hora de valorar el arte italiano, sino también saber “emboscarse”, como escribe Yvars siguiendo a Jünger, durante la ocupación nazi, en una villa junto a sus escritos, su colección de arte y sus ideas, escapando así del horrible destino de la mayoría de la gente de su pueblo. Al fin y al cabo su disposició­n de ánimo era como él mismo escribió de modo insuperabl­e: “Estoy listo para partir, aunque noimpacien­teparahace­rlo”. |

Estudió el Trecento y el Quattrocen­to y legó a Harvard la magnífica Villa I Tatti de Florencia

ELBA. TRADUCCIÓN: CLARA PASTOR. 238 PÁGINAS. 22 EUROS

ELBA. TRADUCCIÓN: JORDI AINAUD. 86 PÁGINAS. 12,50 EUROS

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