La modernidad antimoderna
Traté a Luis Racionero por primera vez en el Colegio de Europa de Brujas. Nos había citado allí nuestro común amigo Eduardo Mira para un coloquio, y aquella noche comenzó una provechosa relación que duraría varias décadas. Cualquier aspecto de la discusión topaba con la actitud de un hombre que era decididamente alérgico a la vulgaridad, pese a estar embriagado por los efectos de la educación sentimental en la vida amorosa. Para él, la vulgaridad era el mal estético supremo. Sospechaba que las normas de la posmodernidad iban en esa dirección y por eso las combatía en sus libros y en sus artículos periodísticos, muchos de ellos en su página mensual de Cultura/s, todo un referente. He releído muchas veces sus ensayos sobre Oriente y Occidente o El progreso decadente, como las reflexiones mundanas sobre el arte y los artistas, que le acercaron a Walter Pater, con quien compartía la pasión por lo oculto, ese espacio del saber que paliaba en parte el ácido vitriólico de sus opiniones sobre todo lo que se movía a su alrededor: la cortesía lindando el ridículo social, lo bien-pensante como territorio de un saber estar que pocas veces es un saber ser o simplemente el toque del sobrevenido.
Racionero se sintió incómodo al regresar de Berkeley, donde había ido a estudiar el doctorado de Urbanismo con una beca Fulbright. He aquí un giro personal tan discreto como radical: en California había aprendido que la revolución más significativa de su generación era la revolución hippie, a la que le prestó una atención preferente desde las páginas de la revista Ajoblanco, en su primera etapa dirigida por Pepe Ribas. Luego, en 1977, al publicar Filosofías del underground, se puso en paralelo a la vida política de la transición desde una postura netamente contracultural. Quizás por eso se acercó a Esquerra Republicana de Catalunya, que por entonces podía representarla en cierto modo, aunque pronto se alejó del partido más por discrepancias en cuestiones formales que propiamente de contenido. Era un apasionado del Barça y del significado que este equipo tenía en la conciencia política catalana, hasta el punto que en los últimos años colaboró en Mundo Deportivo con originales columnas sobre fútbol, su pasión y la de su círculo de amigos.
Fue tenido por extravagante por el diletantismo mostrado en sus ensayos como el referido a Leonardo Da Vinci o en su novela de tema trovadoresco Cercamón, donde lanzaría una de sus ideas clave, que dio lugar al libro El Mediterráneo y los bárbaros del Norte: la geografía es una parte del espíritu humano. La metáfora es elocuente por sí misma: Racionero no sólo estaba convencido de que el aire mistral entraba en colisión con las ideas de progreso de una modernidad nórdica que no era la suya, sino que eso le permitía simpatizar con los movimientos ácratas que criticaban el rumbo de la izquierda socialista a seguir las sendas de la socialdemocracia alemana y sueca. En todo caso quería encontrar un camino propio para el enigma existencial, la libertad de pensamiento y de acción en medio del empuje de la burocracia aunque, debido a su elevado espíritu de contradicción, aceptó la dirección del Colegio de España de París y luego de la Biblioteca Nacional. Algunos dijeron que se acercó al PP. No lo creo. Él seguía siendo lo que siempre había sido. Un disidente cuya única religión era el diletantismo estético, y el Barça.
Fuimos amigos sin jamás intimar. El recuerdo de nuestro primer encuentro en Brujas fue clave en el tema pendiente que empezamos
a esbozar aquella noche en los salones del Colegio de Europa, la tradición oculta como vehículo de trasmisión de una conciencia del saber de lo que está amagado. Sólo una vez lo hablamos después, y fue durante el accidentado viaje que hicimos a València en un tren que se estropeó a medio camino y tardamos horas en llegar. Ambos habíamos sido nombrados miembros de un jurado literario y, varados en medio de la plana de Castellón, tuvimos tiempo para coincidir, porque en ese momento el hombre alérgico a la vulgaridad que era él se acercó al hombre alérgico a la impostura que soy yo cuestiones de belleza y elegancia”.
Herbert Marcuse
hablando de Beroalde de Verville y de su influencia en la cultura libertina francesa; lo que nos llevó a Cyrano de Bergerac, el de verdad, no el de la ficción de Rostand, y, a través de él, al teatro de la memoria que razona el barroco.
Tras ese viaje, hicimos algunas cosas juntos, y nos veíamos en ocasiones en algunas fiestas barcelonesas, pues teníamos amigos comunes. Él siempre se movía como un gesto de censora desenvoltura, nunca se adaptaba a los aires del lugar, siempre iba a lo suyo, incluida su forma de vestir, tan original, que mantenía el espíritu de California. En esos momentos de ocio era cuando, sentados en algún rincón de un
“Se dice que Herbert Marcuse, sin duda el intelectual más influyente del movimiento contracultural, discutía con Abbie Hoffman sobre el poder de las flores y le advirtió que ‘las flores no tienen otro poder que la fuerza de quien las cultiva’.
Una frase que ofrece irónicamente una percepción bastante exacta de las ambigüedades y contradicciones que rodearon el movimiento hippie”.
Bertrand Russell
“Como ahora todo pasa de moda rápidamente, Russell parece prescindible; en realidad es un autor al que hay que volver persistentemente porque ha dicho con mayor claridad que casi todos la mayor cantidad de cosas útiles para la cultura contemporánea”.
Marguerite Yourcenar
jardín, descubría en él esa peculiar faceta de su manera de ser, propia de las inteligencias superiores, pues a menudo era capaz de juguetear con las lecciones morales en su doble condición, de filósofo a prueba y de hombre de mundo. Era un intelectual hasta en la elección del lugar para tomar una copa al caer la tarde, el Dry Martini, uno de sus lugares favoritos de Barcelona, a donde más de una vez me citó para hablar de esto y de aquello. Y hablábamos. ¡Vaya si hablábamos! Fue en una de esas ocasiones cuando llegué a comprender la esencia de un hombre que de tanto apasionarse por la modernidad se había vuelto antimoderno.
“Para escribir sus Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar se recorrió la geografía del imperio romano desde las puertas del mar Negro
hasta las Columnas de Hércules en Andalucía. Obsesionada por esa novela, tardó media vida en completarla, iniciándola y abandonándola varias veces. Lo cuenta detalladamente en las notas finales a la novela. Yo mismo, que he seguido esa práctica, no estoy seguro de que una novela deba llevar notas, pero si las hubiese, las de Yourcenar son de lo más oportunas”.
Lawrence Durrell
“Durrell nació en la India, estudió en Inglaterra y marchó rápidamente al sur, cumpliendo el adagio de que el imperio británico es el resultado de los esfuerzos de los ingleses más inteligentes por huir del clima y la cocina británica”.
Jiddu Krishnamurti
“Insistió hasta su muerte, en 1991, en el trabajo personal y solitario: sin gurús, libros ni organizaciones. La búsqueda interior es individual, pues cada persona puede encontrar la libertad únicamente por sus propios medios, a su manera, de forma personal e intransferible. Libros, charlas, el speaker... sólo sirven para ayudarnos a encontrar nuestro camino.
¿Por qué dijo Krishnamurti: ‘Señores, dimito. No me interesa para nada ser un Maitreya, yo no soy el Buda del futuro, yo no soy el gurú, no soy nada de nada’? Vio claro que él era sólo the speaker, lo máximo que podía era hablar y señalar el camino. Su renuncia ¿fue un esnobismo?, ¿fue por pereza?, ¿fue realmente por humildad?, ¿fue porque ya estaba muy iniciado o era muy inteligente y se dio cuenta de que no hay que ser gurú? Yo creo que en ese momento él ya había llegado a unos niveles de espiritualidad lo bastante avanzados para que no le interesara ser un mesías y que lo pasease la señora Besant como una nueva reencarnación de Maitreya”. |