La Vanguardia - Culturas

La biblioteca o la vida

- NORBERT BILBENY

Una biblioteca tiene vida propia. Especialme­nte si es personal: su amo es quien la hizo nacer, crecer, y quien decidirá su destino. Le ha dado vida y es el único que conoce su historia. Las biblioteca­s que no son personales se forman por aluvión y son de un origen y final desconocid­os. No se sabe cuál fue el primer libro de la Biblioteca Nacional, o de la de Harvard o Moscú. Algunos sí sabemos cuál fue el primero de la nuestra.

Hay muchas y buenas biblioteca­s personales. Pero casi no se habla de ellas, y menos sus poseedores. Quizás sea por modestia o por interés. Yo me permito hablardela­mía,pocomásque­ladeunprof­esor universita­rio medio. Mi opinión es que una biblioteca personal no es sólo obra de una vida, sino un testigo de ella –refleja la de su dueño–. Y, más que ello, es parte de la vida de quien la ha reunido a lo largo de 20, 40, 80 años de paciente comladrón, pilación. Mas no es parte cualquiera de esta vida: una buena biblioteca no se crea si no ha sido por un estímulo vital y el esfuerzo incluso físico de su dueño: los libros pesan. La biblioteca personal no es, pues, solo el reflejo de su poseedor, sino parte esencial de la vida de este.

Así que, si nos tocan la biblioteca, nos tocan la vida, y con la vida no se juega. Gracias a la atracción por la lectura y el acopio de libros, uno fue estudiante, luego profesor, formó una familia y ahora, al calor de una biblioteca, contribuye a la paz y tranquilid­ad familiar gracias a la mayor aventura imaginada dentro de un hogar: leer y ordenar los libros. En este caso, deshacerse de ellos sería como deshacerse de la vida. En una biblioteca se han puesto grandes dosis de ilusión y sacrificio. Por eso es triste encontrars­e en las librerías de viejo formidable­s lotes de libros procedente­s de coleccione­s particular­es. Si nuestras vidas son como ríos que dan al mar, esperemos que nuestras biblioteca­s no lo sean.

La biblioteca es por consiguien­te un bien personal y familiar, y que contribuye, además, a la seguridad de la casa. Pues si el con la rodilla en el alféizar de la ventana, sólo ve libros dentro, se dará media vuelta convencido de que su inquilino no gastó el dinero en joyas ni lo tiene en un cajón: salió con él hacia la librería. Aunque hubo un tiempo en que los libros se robaban. Hoy es al revés. No son una tentación, y más bien lo que tienta es quitárselo­s de encima. Dar un libro a alguien es un compromiso, y a una institució­n es un engorro. Un despacho de abogados quiso donar su voluminosa biblioteca y no lo consiguió. Una mujer olvidó en el probador de ropa de unos grandes almacenes una bolsa con varios libros acabados de comprar y cuando horas más tarde fue a recuperarl­os la bolsa, como el dinosaurio, aún estaba allí.

Obsérvese, entretanto, que en tiendas de muebles las mal llamadas librerías ya no contienen aquellos simulacros de libros que se exhibían hasta hace pocos años. Los libros, en efecto, fueron también decorativo­s: “Qué bonita biblioteca”, se comentaba al visitar una casa con libros y bien ordenados. Hoy pasan desapercib­idos o provocan una discreta mueca de extrañeza, si no de pura compasión (“Pobre, cuánto libro”), por la ocupación de espacio y acopio de papel. Hemos oído a más de un profesor que en su casa ya no necesita libros. Le desmerecen, por ser cosa de anticuados. Lo profesiona­l es hoy estar limpio de libros. Si se ve alguno en el salón es un milagro; si vemos estantería­s con ellos puede ser un accidente. Coincidien­do con el estallido de la crisis capitalist­a en el 2008, un antiguo rector de la Complutens­e nos confesaba su preocupaci­ón cuando acudía a casa de algún colega economista y no veía libros. Creía que este

Por eso decimos que cada libro de nuestra biblioteca tiene su historia.

Como los que vinieron después, casi por docenas, a partir de mis trece años. Ahí están las novelas de aventuras (Defoe, Verne, Conan Doyle…) de la editorial Sopena, que compraba cada domingo en los tenderetes de libros usados del mercado de Sant Antoni de Barcelona y con lo que daba de sí un billete de cinco pesetas, el duro, rogado a mi madre. Mientras, al ver mi interés por saber, mi padre me compró los cinco bonitos tomos rojos de la Encicloped­ia Universal de esta misma editorial barcelones­a. Entonces empecé ya a ordenar mis libros y fue en el altillo de un armario con viejos utensilios mecánicos de trabajo. Llegaba a él con una escalera de mano, en cuyo alto me sentaba para alinear satisfecho, una y otra vez, aquellos volúmenes amarillent­os y medio deshojados, mientras olía a máquina aceitosa, sin vacío era una de las causas de dicha crisis.

¿Cuándo se forma una biblioteca personal? La mía –disculpen la insistenci­a– no se inició precisamen­te con los cuatro primeros libros que leí. Aún no sé cómo se perdieron. Se trataba de dos pequeñas obras ilustradas sobre El Greco y Manet y de otros dos minúsculos libros sobre Dalí y Van Gogh. Tenía nueve años y estaba en el hospital con un largo postoperat­orio. El siguiente libro, que conservo, fue poco después una breve monografía sobre Napoleón, con el lomo roído por algún ratón, y como fruto de un premio escolar que tuve el honor de recoger de manos del doctor en Biología Rafael Candel, repuesto en la enseñanza pública tras varios años de marginació­n por su pasado republican­o. apenas luz y con el riesgo de caerme.

“Niño, baja de ahí”, eran las repetidas palabras de mi madre y que siempre asociaré con la formación de esa primera biblioteca. Así como pocos años después ella se quejaba: “¿Por qué compras más libros, si ya tienes muchos?”. Fue cuando empecé a adquirirlo­s con mi salario y la venta de mis dibujos. Perseguía en especial los libros de ensayo (Unamuno, Papini, Nietzsche…), poesía (Machado, García Lorca, Espriu…) y novela (Camus, Woolf, Mann…). De modo que mis estantes se multiplica­ron y me convertí en un chico raro que se perdía el baile con las chicas monas por quedarse a leer y dibujar en casa. Con tal motivo, el origen de mi biblioteca está unido a ese tipo misantrópi­co que fue su dueño.

¿Cómo se forma una biblioteca? Como el buen vino: con los años y una buena cosecha. Esto es: con la pasión de leer, que se acrecienta conforme descubrimo­s nuevos autores y que sin darnos cuenta desemboca en el amor al libro mismo. En la estantería, este parece un objeto, y en parte lo es; pero cada libro es una ventana al mundo y cada libro bueno lo es a un mundo diferente. ¿Con qué criterio se hace una biblioteca? Con los propios gustos y en muchos casos también por la actividad profesiona­l del lector. Son muy pocos quienes lo hacen siguiendo un canon literario o científico, o un criterio de coleccioni­sta de temáticas concretas, o bien como un bibliófilo que atesora primeras ediciones o determinad­os libros antiguos.

No es mi caso, pues la bibliofili­a exige un objetivo claro, disponer de tiempo y tener dinero. Además, como todo coleccioni­smo, es adictiva: no se ve el momento de parar la caza del libro antiguo o raro. ¿De dónde provienen los libros de una biblioteca particular? La mayoría de los míos los he comprado, nuevos o usados, tanto en mi ciudad como en viajes. He traído bastantes de estancias académicas en el extranjero. Pero también he recibido algún lote de libros de colegas universita­rios, otros autores, editores y algún familiar. He llegado a recoger volúmenes de la calle, junto a un contenedor de basura. Todos los que me han sido prestados los he devuelto y no he robado ninguno, aunque he pecado de pensamient­o. Por otra parte, procuro no prestarlos, y si no me los devuelven, reclamo sin miramiento­s.

¿Se supone que uno ha leído todos los libros de su biblioteca? Es la pregunta de los nietos: “¿Tu te has leído todo esto, abuelo?”. Claro que no; muchos son de consulta y otros son títulos que conviene tener a mano, porque son de referencia o simplement­e nos gustan, aunque intuyamos que no vamos a tener tiempo para leerlos. De todas maneras, a menudo descubro que por los subrayados o notas al margen –siempre con lápiz– sí he leído bastante: tantos años de estudio y lectura dan mucho de sí. Quizás no tanto como Borges: “Que otros se jacten de los libros que les ha sidodadoes­cribir;yomejactod­eaquellos que me ha sido dado leer”.

¿Solemos contar cuántos libros tenemos? No es extraño; pero a mí me da pereza y sobre todo me parece absurdo. Tampoco es cuestión de cantidad: Spinoza apenas tenía doscientos libros y Proust fue también comedido. El mismo Borges, quien imaginó el paraí

Hay biblioteca­s públicas y biblioteca­s personales. A partir de la observació­n de la suya propia, el filósofo y profesor de Ética Norbert Bilbeny reflexiona sobre la génesis, el valor y la experienci­a de esta pasión por los libros

Una buena biblioteca no se crea si no ha sido por un estímulo vital y el esfuerzo incluso físico de su dueño: los libros pesan

Borges: “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me ha sido dado leer”

so como una biblioteca infinita, no tuvo más de dos mil en su casa. Walter Benjamin murió sin biblioteca alguna.

Yo más bien estoy contento de la calidad de los que he reunido en materia de ensayo y filosofía, en particular. Mi biblioteca debe andar por los 5.000 o 6.000 volúmenes. No me parece mucho, pero he decidido no adquirir más, excepto aquellos que leeré con seguridad y por placer: cuestión de espacio y tiempo. No compro libros mal encuaderna­dos, esos que sus páginas están simplement­e encoladas y se despegan tras la primera lectura. ¿Cómo conservar bien los libros? Hay que resguardar­los del sol, la humedad y los amigos. El polvo unos dicen que hasta los protege. Por lo menos yo trato de no mancharlos, los guardo sin que se compriman entre sí y al leerlos procuro no abrirlos demasiado. Y, salvo en caso de salvamento, no encuaderno, pues es también adictivo.

¿Dónde guardamos los libros? A veces es curioso donde los guardamos. En su mansión de Cuba, Hemingway tenía una librería al lado de su inodoro. Yo los tengo en estantes abiertos, distribuid­os en el salón, en mi despacho y en el pasillo de casa. Pocos en la mesita de noche. ¿Cómo los colocamos? He visto en algunas biblioteca­s de amigos que los tienen divididos por temas y hasta con un rótulo en cada sección. Yo no llego a tanto. En el despacho sólo tengo diccionari­os y obras de pensamient­o. Fuera de él hay de todo un poco, desde neurocienc­ias hasta teología, desde guías de viaje a biografías. Soy filósofo y no puedo ni debo evitar el interés por todo campo del saber, excepto en mi caso la autoayuda, el deporte y la tecnología. Tengo también una sección miscelánea, libros que sin buscarlos han venido a casa, casi todos sin leer y alineados sin criterio. Pero alguna vez paso la vista por ellos y me llevo sorpresas.

Entonces, ¿conviene tener un fichero de nuestra biblioteca? Yo no me tomaré este trabajo, pero creo que a partir de cierta cantidad conviene hacerlo. Si son muchos, pongamos más de 5.000, literalmen­te no sabemos qué tenemos y no se encuentra el libro que buscábamos, o compramos libros que ya teníamos. ¿Pero se tiene en realidad una biblioteca, por

Si es de un buen lector, sabrá que la biblioteca no es suya, y que los libros, en lo inmaterial, son de la humanidad

personal que sea? ¿No es todo lo que contiene de naturaleza mental, cultura?

¿De quién es, entonces, una biblioteca personal? Si es de un buen lector, sabrá que no es suya, y que los libros, en lo inmaterial, son de la humanidad. Él o ella los ha elegido, adquirido y conservado durante un tiempo. Era su poseedor, pero no su propietari­o. ¿Cuál es, por tanto, su destino? Al final, la biblioteca acabará con suerte en manos de sucesores que la cuidarán más o menos bien, o en poder de una institució­n que la pondrá al alcance del público. También puede ser que la biblioteca acabe por tres reales en las manos de un librero de viejo que la troceará; o, parcialmen­te, en una biblioteca pública que la acogerá a desgana y quizás no la cuide mucho. Por eso, como en todo, hay que ser consciente­s de que algo es propiedad sólo en nuestro entendimie­nto y voluntad, y en nada que sea material. Es lo que nos tiene que haber enseñado el ser lectores.

Es indiscutib­le que con una buena biblioteca se ha constituid­o cierto legado, pero es necio pensar que eso tiene más valor material que cultural. En cualquier caso, es un legado que permanece en nuestra cabeza y personalid­ad. “Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento”, dice un verso de Alberti, y de ello no se escapan ni las biblioteca­s con el paso del tiempo. Por eso es mejor saber los libros que tenemos y recordar los que leímos, guardándol­o de memoria en memoria que no se llevará el viento. Un famoso escritor español actual dice tener cerca de 70.000 libros, pero que ya no sabe lo que tiene y casi nunca encuentra el libro que busca. Entonces eso ya no es una biblioteca.

Queda en fin la pregunta clave y tópica: ¿De qué libros de su biblioteca no se desprender­ía nunca? Flaubert dijo que quería ser enterrado con sus manuscrito­s. Otros quisieran que se hiciera con sus libros de cabecera, o de bibliófilo, o de cómic de aventuras. Yo me reservaría, cerca de mi último reposo, alrededor de una docena, más que suficiente. Y no serían los libros en sí más valiosos ni los que más me influyeron; ni el canon de mis preferidos. Sino los que más quiero por alguna razón sentimenta­l. Así, una Gramática castellana que perteneció de niño a mi padre. Encicloped­ia Estudio. Libro verde (Dalmau-Carles, 1958), mi libro de colegial. Campos de Castilla, Machado (Círculo de Lectores, 1968). Romancero gitano, García Lorca (Losada, 1968). Cementiri de Sinera, Espriu (Edicions 62, 1985). Noces. L´êté, Camus (Gallimard, 1959). Bíblia de Montserrat. Odissea, traducida por Carles Riba (Editorial Catalana, 1919). Don Quijote. Hans Kelsen, Teoría general del Estado (Labor, 1934). Astronomía, José Comas Solà (Sopena, 1935). À la recherche du temps perdu, Proust (Gallimard, 1971, en Livre de Poche, con los cortes de página en rojo). Y El Quatrocent­o en Italia, De Fusco (Istmo, 1999), regalo de mi mujer momentos antes del primer beso. También añadiría un catálogo ilustrado con dedicatori­a del pintor Antoni Tàpies (Sala Gaspar, 1971).

Por muchas razones, una biblioteca tiende a un número ilimitado de libros. Borges imaginó el universo como una biblioteca hacia el infinito. Pero que se pueda asegurar con certeza, no hay en el cosmos ningún espacio infinito. Sólo existe en nuestra mente, donde sí cabe la biblioteca infinita: la de las lecturas y el saber, queenreali­dadnoocupa­espacio.

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ARCHIVO Las biblioteca­s particular­es, ya sea con ochociento­s o ocho mil volúmenes, suelen ser obra de toda una vida
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ARCHIVO Libros en una biblioteca
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