El poder de las exposiciones universales
Representación internacional de España
Tenía razón Theodor Adorno cuando en noviembre de 1938 le dirigía una carta a Walter Benjamin, diciéndole: “Reúne usted temas, pero no los desarrolla”. Sin embargo, las iluminaciones de Benjamin son de un fulgor único: “Las Exposiciones Universales son lugares de peregrinación al fetiche que es la mercancía”, escribió en el inacabado París, capital del siglo XIX.
El libro de Manuel Viera, fruto de su excelente y rigurosa tesis doctoral, defendida en la Universidad Complutense en el 2016, es uno de los posibles desarrollos de la sugestiva crítica de la cultura –sin compartimentos estancos– que nos brindó el maestro alemán. Viera investiga el proceso de construcción de la identidad española en las Exposiciones Universales del siglo XIX: Londres (1851, 1862), París (1955, 1867, 1878, 1889, 1900), Viena (1879), Filadelfia (1876) y Chicago (1893), ofreciendo como contrapunto el impacto de la Exposición Universal de Barcelona de 1888, espejismo de poderío industrial frente a la generalizada visión romántica que se fraguó en el resto de exposiciones. La exhaustividad de esta investigación (cientos de documentos) se completa –era imprescindible– con un gran número de ilustraciones (cuadros, fotografías, grabados) que le confieren al libro un valor extraordinario, acentuando la tesis del autor de que a partir de 1851 las Exposiciones Universales se presentan como matrices de imágenes, cargadas de connotaciones ideológicas, que van a ser consumidas en un mercado que amalgama imaginarios y construcción de identidades.
En El imaginario español se adivinan dos direcciones prioritarias de análisis. De un lado, las naciones organizadoras mostraban al mundo su poder político, militar, industrial, etcétera, con francos ademanes paternalistas ante el mundo colonial. Eran la representación escénica del progreso, esa divinidad decimonónica, que convirtió a París en capital del mundo occidental. De otro lado, la imagen de España, lastrada por innumerables tópicos nacidos de la leyenda negra y de los viajeros románticos, no encontró alternativas, y más bien, salvo en Barcelona, los sucesivos pabellones ayudaron a potenciar los tópicos, cabalgando por tradiciones de pacotilla (así las denominó Joan Sardà en La Vanguardia de junio del 89) y escondiendo en el uniformismo la realidad plural y la “renaciente cultura” (la expresión es de Josep Yxart en La Vanguardia de julio del 89).
Viera sintetiza: “La marca España quedó condicionada por su idealización romántica, que no veía en ella más que un territorio exótico marcado por el apasionamiento político y religioso, así como por la pervivencia de costumbres como la fiesta nacional, muy a menudo juzgada propia de un pueblo bárbaro y salvaje”. Sin estructura empresarial expositiva y sin representación manufacturera, la imagen de España –con la ayuda de especuladores de toda laya– quedó anclada sucesivamente en el pretérito.
París (1889) fue desde las ópticas catalana y española el punto álgido, estando la contraposición con Barcelona (1888) latente en la mayoría de los cronistas. Doña Emilia Pardo Bazán, cuya curiosidad era infinita, completó un libro y medio con sus crónicas: Al pie de la Torre Eiffel (1889) y Por Francia y Alemania (1890), defendiendo el patriotismo con rara sagacidad. José Ortega y Munilla, director de El Imparcial, escribió bajo el seudónimo de Boulevardier crónicas muy ácidas; en la del 5 de agosto del 89, leemos: “La representación de España se diría ideada por algún enemigo nuestro”. Y La Vanguardia se convirtió en el periódico más atento a lo que sucedía en París: Miquel Utrillo, Ezequiel Boixet, Joan Sardà y Josep Yxart era un excelente póquer de cronistas y observadores.
Eran la representación escénica del progreso, esa divinidad decimonónica, que convirtió a París en capital del mundo
Manuel Viera El imaginario español en las Exposiciones Universales del siglo XIX. Exotismo y modernidad
CÁTEDRA. 405 PÁGINAS. 28 EUROS